Quiero que sepas que he dudado mucho a la hora de escribir esta carta, entre otras cosas, porque desconozco tu dirección. He intentado buscar en Google sin éxito, y no es porque no aparezca tu nombre. Tus seguidores dicen de ti que estás en todas partes que eres aire puro, espíritu entre los espíritus, carne entre la carne. Vaguedades todas, que no me indican un apartado de correos ni un lugar concreto en el que contactarte. Pero es Navidad, y estamos en un tiempo en el que las únicas cartas que llegan a nuestras casas son facturas, un tiempo en el que solo los niños escriben a santa Claus, papá Noel o a los Reyes Magos, metiendo sus cartas directamente en los buzones de los centros comerciales y mira, no. Yo soy una mujer mayor que quiere escribir una carta al hacedor de sistemas, de todos los sistemas operativos de este mundo nuestro, que parece funcionar por inercia pero sigue un patrón.
No tienes un teléfono, una red social o un canal de YouTube por más que nos venda la Iglesia que el canal para contactar contigo es la oración. Todos los organismos que conozco disponen de buzones de sugerencias o, al menos, de hojas de reclamación. Por eso te escribo. Cuando los pensamientos se ponen por escrito adquieren una fuerza mayor y eso hace que la gente lea. La gente lee para encontrar sus emociones en ese vuelco del viento en el que las palabras se esparcen. Entra en una librería o, quizás en una red social, porque quiere ver lo que está pensando y sintiendo el vecino, ese vecino con el que se cruza en el portal y con el que apenas intercambia un saludo de cortesía. Tan lejos y tan cerca. Casi como tú.
He decidido escribirte para pedirte un número de teléfono, un mail, una dirección. Y no quiero que me vengas con eso de que puedo encontrarte en cada uno de mis semejantes, en los surcos de la tierra o en las plantas que crecen. No. No quiero que me digas más que te busque en el lecho de los enfermos, en las cárceles que visite o las limosnas que de. Ni mucho menos quiero que me digas que te busque dentro de mí. Porque las jerarquías existen, no soy de dogmas ni de palabrerías, pero cualquier programa requiere a un programador (o programadora, que por no saber no sé ni tu género) y eso es lo que eres tú.
He leído muchas veces esa historia de que somos nosotras mismas (y/o nosotros mismos) quienes escribimos y elegimos el guion. Ya sabes, los orientales hablan del Karma y la reencarnación pero la memoria es fugaz y los cuentos múltiples, yo solo quiero una extensión telefónica, un número, un operador. El número de la esperanza, pero de verdad.
Se han ido muchos, y eso es lo único certero: que nuestro paso es ligero y temporal, que somos poco más que flores de un día, aunque soñemos con la inmortalidad. Por eso te escribo. Si hasta las hormigas y las abejas tienen una especie de memoria colectiva que les conduce a organizarse, si cada cosa creada tiene un diseño… ¿Dónde está tu firma? Ya sabes, la patente, digo. ¿Te has planteado alguna vez que alguien quisiese piratear tu obra? ¿Tienes acaso una copia de la creación? En un mundo tan localizado ¿puede perderse un alma y no volver más?, ¿es que ningún sindicato de almas dispone de línea directa con el creador?
No es por nada, venerable ingeniero de sistemas, pero hasta la CIA tiene sus claves de identificación. Ya sé que puedo encontrarte en cualquier parte, pero estamos en Navidad, y es la época de los prodigios. La leyenda dice que el espíritu se hizo carne y habitó entre las gentes, también dice que el pasado siempre vuelve y el mañana nunca llega, que el tiempo no existe y que todo es una percepción. Se dicen muchas cosas, venerable ingeniero. Estaría bien un teléfono para preguntar qué ha sido de nuestros allegados. Es una crítica constructiva, no te lo tomes a mal.
No quiero aburrirte más de la cuenta, dicen que lo sabes todo, pero necesitaba escribirlo, ya ves. Se escriben pocas cartas hoy en día, sé que te llegará esta porque tienes muchos contactos, aunque no sepa escribir la dirección.
Este año, la Navidad se le había echado encima sin verla apenas venir ni advertir su huella. Otrora, en la lejana época en la que era feliz sin saberlo, veía venir estas fechas ya desde finales de octubre. Las luces encendidas, los reclamos de los comercios, los catálogos de juguetes para los niños y las típicas preguntas de la familia respecto a la organización y planificación de comidas y cenas no le dejaban olvidarse de esos días, marcados en rojo en el calendario.
Ahora, todos esos reclamos habían pasado a la historia. Apenas salía de casa, aparte de que, al vivir sola y apartada en una zona rural, no se percataba del derroche de las luces Navideñas; no visitaba centros comerciales a la procura del regalo perfecto (¿para quién?, ¿para quienes?); los niños habían crecido y lo mejor que podía regalarles en estas circunstancias (las suyas y las de los hijos) era dinero, simple y llanamente. Ya no había que organizar grandes cenas ni turnarse con la familia política, porque, lamentablemente, los mayores habían ido a menos. Muy pronto, ella sería la única matriarca, la mayor del clan, ella, que antes era la más pequeña. De momento, y por fortuna, aún gozaba de esa fase en la que los hijos quieren ser libres y no la habían convertido en abuela.
La vida tiene, a veces, extrañas compensaciones. A ella nunca le habían gustado estas fechas (claro que ese nunca se refiere a la edad adulta, porque cuando se es joven la palabra nunca se usa tan excepcionalmente que es como si no existiese). No le gustaba la Navidad, que asociaba al recuerdo de las ausencias, los platos vacíos y los aniversarios de los mayores que se habían ido en esta época (sumados a los que se habían decidido irse en otras); en los últimos años, por si fuera poco, la cosa había ido a peor y pérdidas más profundas la habían mermado tanto que en lo último que podía pensar ahora era en estas fiestas. Y, por eso de que la vida tiene extrañas compensaciones, ahora la había dispensado de tener que poner el árbol, jugar al amigo invisible, asistir a la cabalgata de Reyes y romperse la cabeza perdiéndose en los pasillos de los centros comerciales en busca del regalo perfecto. Pero. Siempre hay un pero detrás de cualquier compensación, porque las compensaciones son eso: un resarcimiento que no resarce ni al más estoico de los sufrientes, aquí es donde el pero se alzaba con el triunfo de la jugada redonda, la ironía perfecta.
Y es que esa era la coña de la vida, porque ¿Quién no daría parte de sus días por volver, siquiera a uno solo de los días de aquellas Navidades pretéritas? Volver a sentarse a la mesa en el hogar materno, al lado de su marido, sabiendo a su madre trajinando entre los fogones, los niños corriendo en torno al árbol, el padre peleándose con las bebidas y los leños en la cocina, los parientes que llegaban para fin de año, la cuñada con su sempiterno libro, las miradas condescendientes. ¿Quién le iba a decir ahora, tantos años después, que iba a acabar extrañando todo aquello? pues sí, esa es la coña del teatro en el que vivimos, en el que no sabemos reconocer la felicidad hasta perderla, pensaba, mientras leía las felicitaciones de Navidad por el Facebook.
Este año, la Navidad se le había adelantado, como la vida había hecho siempre.
De qué escribir Ahora que me parece seco el pozo de la inspiración Ahora que han caído todas las torres y los pájaros sierran sus alas al acero sin canto, y las heridas repudian su dolor. Cuando ángeles entierran sus coronas, y princesas arrojan sus laudes al cielo de los santos sin Dios. Dime, a qué ojos miraré que su vacío me motive a escribir de campos yermos y espigas sin trigo, de niños huérfanos y madres sin reloj de huéspedes sin casa o invitados sin mesa, de horas sin segundero o plañideras sin ningún pagador. Y no es la lástima Ni la ira Ni la pena Ni siquiera la última compasión Son los versos sin ritmo vestidos sin cintura, motores sin motor. Porque no sabes que en el país de las letras las vocales han perdido a mis ojos el color e incoloras circulan por el aire vagas, rotas, cual fantasmas sin voz me rozan se insinúan sin que mi cuerpo pueda reaccionar a su frío su calor, porque he pasado un tiempo una frontera y no hablo su lenguaje ya no soy la que era, la que escribía de cosas muy pequeñas, y decía: hambre, frío, labio roto, armazón y al decirlo entreabría puertas de armarios muy oscuros que atravesaban mundos, hacia secretas Narnias porque yo misma era una hada, un elfo, un duende y ahora solo soy aquella que va buscando letras para escribir un algo que no es ni verso ni poema ni opereta solo DECREACIÓN.
La muerte te construye al destruirte. Torna el viento a traer tu rostro más feliz, tu edad más joven, cuando eras solo ayer, cuando el mañana era un alegre porvenir. La muerte te viste ante mis ojos con tu mejor sonrisa con tu mejor humor. Te construye después de derribarte, decrea sobre tu faz para crearte en cada nueva célula, cada semilla, cada instante que florece a la vez. No te roba la muerte, solo integra en los árboles, los caminos, la vida, cada parte de ti. Tus gestos se posan en las alas de cada tarde de septiembre, retozan en el útero incipiente de cada nuevo abril, tu risa estalla libre entre las nubes y te siento escribir en mi papel. Cada día te descubro y te renombro. A veces no se entiende que la muerte es tan solo otra forma de vivir.
Barreré las cortinas de los días contando mis dedos al trasluz, hay dedos invisibles que suman su aura a los míos alentando cromáticos contrastes que derivan a un ocaso de tul. Siempre es de noche en la mitad del día siempre hay un fondo que queda por cubrir como pozo que mana desde el hueco que no alcanzan las manos a medir. Y no lo sabes. Nunca lo sabes aunque intentes llegar a percibir. No son los ojos de estas calaveras los que alcanzan a ver lo inadmisible solo los dedos al abrirse se suman en rosarios invisibles dando cuerpo a la luz.
El recipiente agota el contenido, las agujas del tiempo han perdido el reloj, pasa el tren del silencio y el vacío llega lleno de voz. El alba es todas las albas todos los días son hoy.
Poco antes de cumplir los ochenta y uno, Damián comenzó a hacer cosas raras. Muchas veces, su mujer, Asunción, le oía hablar en la habitación de arriba, mientras ella trajinaba en el piso de abajo. Al principio no le echó mucha cuenta al asunto. «Serán cosas de viejo» pensó, pues ella misma hablaba con los fogones a veces o maldecía a las cebollas que picaba. Pero los días pasaron y lo de Damián fue empeorando. Mantenía largas conversaciones estando solo y a veces hasta se enzarzaba en coléricas regañinas. «¿Pero con quién te enfadas, hombre?» le preguntaba ella y entonces él respondía: «Es este maldito gato negro que se me atranca en el camino» Asunción, habida cuenta de que jamás habían tenido gatos, pidió cita con el médico y éste al escuchar la historia lo mandó al psiquiatra.
«Son alucinaciones» dijo el especialista, al constatar que el hombre no cesaba de hablar de un gato negro que, según él, quería robarle los recuerdos. «Me veo obligado a encerrarlo en el vestidor antes de dormirme» afirmaba. Como no las tenía todas consigo, el psiquiatra lo derivó al neurólogo.
«Va a ser cosa de falta de riego» dijo este último, mientras rellenaba un formulario para pedirle un escáner cerebral. Entretanto, Asunción ya comenzaba a estar harta del gato invisible. Las puertas del armario de la habitación estaban llenas de rasguños y los cojines y almohadas destripadas. No le quitaba ojo a Damián, pero nunca conseguía pillarle en escena. «Es una locura», les decía a sus hijos cuando llamaban, «solo hace que hablar de un gato negro que le sigue a todas horas». Una noche, hacia las dos de la madrugada, Asunción, que dormía en la habitación contigua a la de Damián, despertó sobresaltada. Le había parecido oír un extraño y agudo maullido que procedía de la habitación de su esposo; pero cuando acudió junto a él era tarde y le encontró en el suelo, boca abajo, ya sin un hálito de vida.
Unos días después la llamaron de la consulta del neurólogo para darle los resultados del escáner.
―Ya no importa, doctor ―afirmó Asunción, apenada― Damián ya no lo necesita. ―Lo siento mucho, señora, pero igualmente necesito que acuda para mostrarle algo.
Asunción se encogió de hombros mientras el médico encendía la pantalla que mostraba los resultados.
―Mire con atención, por favor ―pidió el galeno― esta es la región de la memoria, donde se almacenan los recuerdos. Quiero saber si usted ve lo mismo que yo.
Asunción contempló la pantalla con estupor.
En lo que se suponía que debía ser el cerebro de su marido se apreciaba la forma de un gato, negro como la noche, cuya silueta, bajo la luz del expositor brillaba como bajo un haz de luna.