Una noche en la vida (Manuela Vicente Fernández)

¡Me dices que no se nada! Porque ahora me ves vieja, porque paso las horas en esta vieja casa, sentada en esta antigua mecedora, casi una reliquia, que me empeño en conservar. Ahora vivo, o más bien pervivo, en una especie de apartheid, aislada del mundo, casi en modo off, funcionando prácticamente por inercia. Pero no sabes que por mucho que el mundo cambie, por mucho que los soportes en los que el ser humano se mueve se modifiquen, en esencia contienen siempre a la misma especie, con sus controversias, sus debates internos, sus sentimientos, en eterno conflicto con sus intereses mentales. Puede que en un futuro cercano el ser humano vaya perdiendo gran parte de su humanidad para ir integrándose, poco a poco, en ese mundo tecnológico que tanto le subyuga, dando lugar a una nueva especie de androide cuya definición ya no podría precisar. Pero, hoy por hoy, mi nieta, mi pequeña e inquieta campanilla, aún puedo recordar y reconocer en ti a la adolescente que fui en su día.

Crees que mi vida siempre ha sido gris. Ni blanca ni negra. Como una línea continua, sin vaivenes, pero no, que no hay una existencia igual a otra, aunque aparentemente lo parezca. Crees que no conozco el deseo. Para ti las viejas somos todas unas beatas, aunque no vayamos a misa. Se bien que sólo puedes verme como una abuela. Pero si tienes un poco de tiempo para escucharme, ven aquí Campanilla, y te contaré algo que pasó hace ya mucho tiempo, en otra época, en la que tú ni siquiera existías, y en la que, sin embargo, yo me sentía más viva que nunca.

Oigo a mi abuela hablar, y algo me dice que esta vez debo sentarme a su lado. No creo que vaya a descubrirme nada nuevo, pero, aunque es casi tan vieja como el mundo, advierto que tiene los ojos brillantes y parece ansiosa por hablar, así que me siento a su lado, comprensiva.

–Tenía 32 años y llevaba casada con tu abuelo desde los 21. Era el verano del 69 y hacía un intenso calor, un calor húmedo, tormentoso, que hacía que se nos pegasen las ropas continuamente, a causa del sudor. Estábamos en casa de mis padres, porque era la época de la siega y habíamos ido para ayudarles. Tu abuelo aún estaba en los campos con la máquina cosechadora, y yo estaba ayudando a mi madre con la pensión que regentaba. Me había quedado sola al frente del negocio, mientras ella preparaba la cena para los trabajadores en la casa de al lado, dónde nos hospedábamos al objeto de no mezclarnos con los distintos huéspedes.

Recuerdo el sonido del timbre de recepción como si fuese ahora. En el vestíbulo había un hombre de unos cuarenta y pocos años, vestía tejanos desgastados y llevaba sombrero para protegerse del calor.

–Deme una habitación bien ventilada. – Me dijo. Clavando en mí sus ojos, de intenso color azul, como el cielo de verano.

Su voz abrió un vacío en mi pecho que me hizo sentir vértigo desde el primer momento. Sentí el sudor resbalando por mi nuca y los mechones de mi pelo soltándose de mi moño deshecho.

–En la habitación 13 estará bien. – Le dije–. ¿Trae mucho equipaje?

— No, sólo esta bolsa de viaje.

–Acompáñeme pues.

Subí delante de él, escaleras arriba, sintiendo la falda pegárseme a los muslos por el intenso sudor.

–¿Es siempre tan extremo este clima?

–No. Este año tenemos un verano fuera de lo habitual. Hace una ola de calor que nos tiene asfixiados. ¿No conoce esta zona?

–No. Soy del condado de A. Estoy de paso por estos lugares. He dejado fuera mi furgoneta, bajo los árboles, me pareció un buen lugar.

–Sí, no hay ningún problema.

Era un completo desconocido y sin embargo, sentía una extraña sensación de familiaridad, como si desde siempre hubiese estado esperando el momento de encontrarle. Era un sentimiento muy extraño. Me sentía acobardada, sin razón alguna que lo justificase. Mi corazón galopaba acaloradamente y todo a mi alrededor parecía dar vueltas. Comencé a frotarme las sienes, al objeto de intentar despejarme, ¿era posible tener alucinaciones con una temperatura tan alta?

–¿Le duele la cabeza?

–Sí, es por la tormenta.

–Masajes con agua fría le sentarán bien. Si quiere puedo ayudarla. Soy técnico A.T.S. .Mi madre sufría de intensas migrañas.

–No se preocupe, estoy bien.

–Es una buena habitación. –dijo contemplando las vistas desde la ventana. ¿Hace mucho que trabaja aquí?

–Es un negocio familiar. Mi marido y yo sólo estamos pasando unos días…–Exclamé recalcando la palabra “marido” absurdamente.

–Su marido… –repitió mirándome lentamente, como si me estuviese desvistiendo con los ojos. Bien, me gusta.

-¿Cómo dice?

– La habitación, es espaciosa y ventilada. Creo que me sentiré cómodo.

Asintiendo con la cabeza salí apresuradamente, intentando aparentar una normalidad que estaba muy lejos de sentir.

Te cuento todas estas nimiedades, Rebeca, porque nada de lo que estaba sucediendo era normal para mí, aunque se revistiese “aparentemente” de absoluta rutina. Me encontraba agitada en grado sumo, sentía mi pulso palpitándome en las sienes y podía oír el latido de mi corazón tan intensamente que creía estar a punto de enloquecer.

Yo era a mis 32 años una mujer moderadamente feliz. Tenía a tu madre, que contaba ya con 10 años y al pequeño Fred de 6. Ambos se habían quedado al cuidado de los abuelos paternos. Entre tu abuelo y yo todo estaba bien y sin embargo…la sola presencia de aquel hombre desconocido me agitaba las entrañas, ¿Por qué? ¿Puedes hacerte cargo, Rebeca, de mi desazón en aquellos momentos?

Me había casado enamorada de tu abuelo. Nuestro amor era un amor tranquilo, dulce, sosegado, como había sido mi vida hasta ese momento. Lineal, como tú la definirías. No había conocido otro hombre, ni había sentido nunca necesidad de ello. No me consideraba una mujer frívola ni voluptuosa y sin embargo…

La labor del campo trajo a los hombres extenuados al caer la tarde, y mi madre me pidió que me quedase de guardia esa noche para atender la pensión mientras ella atendía al resto de hombres y mujeres que habían venido para ayudarles. Estaban todos mis tíos, y alguna de mis tías también, por lo que la velada se prolongó hasta muy tarde en la casa que poseían mis padres al lado de la pensión. En aquel momento había muy pocos huéspedes en la posada, pero mi madre nunca los dejaba solos, por lo que pudiese surgir. A la hora de servirles la cena se acercó Margaret, mi hermana mayor, que me ayudó a servir las mesas. Las dos, junto a nuestra fiel Anna, que trajinaba en los fogones, nos bastamos para atenderles.

Cuando llegué a su mesa me preguntó:

–¿Qué tal esa jaqueca?

–Estoy un poco mejor.- Le dije, mintiendo completamente, pues el dolor parecía arreciar cada vez con más fuerza en su presencia.

Al servirle la sopa mi pulso tembló.

–No se encuentra bien.– Me dijo-. Por favor, deje que la ayude. Ya me sirvo yo, descanse un momento a mi lado.

–De ninguna manera señor…

–Thomas. Me llamo Thomas.

–Bien… yo soy Laura.

Al acabar la cena Margaret se despidió. Thomas continuaba en su mesa. Cuando el último huésped se despidió se levantó y se acercó diciéndome:

–La invito a un café. Le sentará bien tomarlo fuera, al fresco, en el porche.

–Lo siento, no podría aceptar aunque quisiese.

–¿Por qué no?

–Yo…, fuera, a la vista de todos… No estaría bien. –Dije en un alarde de espontaneidad del que me avergoncé al momento.

–Entiendo. Tomemos el café en mi habitación entonces.

— Está usted bromeando, supongo…

–No. –Dijo, escueto, mirándome a los ojos en una especie de reto.

Extremadamente nerviosa hice ademán de irme, pero su mano me retuvo.

–Laura, ven conmigo, será sólo un momento –Afirmó decidido, tan dueño de sí que no pude resistirlo.

Iba como en trance delante de él. Sin voluntad ni claridad de pensamiento.

El calor hacía que transpirase por cada poro de mi piel. La tensión iba en aumento sin remedio y mi cabeza parecía a punto de estallar.

–Siéntate en esta mecedora mientras cojo un poco de agua. – Me dijo, al llegar a su habitación.

–¿La mecedora?– interrumpo por primera vez a mi abuela sin poder contenerme.

–Sí, Rebeca. Esta mecedora. ¿Entiendes ahora por qué me resisto a renunciar a ella?

Me callo, completamente atónita. Porque ahora ya no estoy viendo a mi abuela de 80 años con su moño blanco y su cuerpo encogido, sino a una joven insegura, esperando a que Thomas se acerque…

–Traía una toalla empapada en agua fría y con sus bordes masajeaba delicadamente mi nuca, una y otra vez. –Prosigue, retomando el hilo de su relato– Un hilo de agua resbaló por mi espalda, estremeciéndome. Sus manos aflojaron los botones de mi blusa y sus labios resbalaron por mi cuello mientras yo cerraba los ojos, vencida.

Esa noche no fui yo, no era Laura. No sé quién era él. Quiero creer que conmigo fue distinto. Que no fui una mujer más en otra noche. En sus brazos me sentí viva por primera vez. Sabía, sin embargo, que no habría otra vez y que, de haberla, no me sentiría igual, porque era precisamente esa certeza la que me hacía sentir como sentía. Hay cosas que son irrepetibles en la vida, Rebeca, y si no las tomas sin preguntar cuando llegan, te quedas sin ellas para siempre.

No hablamos una palabra en toda la noche y sin embargo nuestros cuerpos se lo dijeron todo. No dormimos ni un instante para arañar al tiempo todos los segundos. Al rayar el alba depositó en mi mano un objeto: una cruz, lisa, de oro, con una T en su parte posterior. Esta que llevo siempre conmigo.

Mi abuela mete la mano por entre los pliegues de su blusa y me muestra una cruz que miro con ojos asombrados, como al testigo de la historia increíble que acaba de contarme.

Le conté a tu abuelo que me la había encontrado. Tiempo más tarde, cuando me atreví a ponérmela. Tampoco me hizo preguntas porque creía en mí ciegamente. Sólo se vive una vez, Rebeca, por lo menos esta existencia. Quise a tu abuelo con todo mi corazón y no creo que mi falta desmerezca ese amor. Ni un solo día me arrepentí de lo que viví esa noche porque, en la balanza, pesa tanto como el resto de mi vida.

4 comentarios sobre “Una noche en la vida (Manuela Vicente Fernández)

  1. Este relato me ha encantado. Hubiera querido que no acabara nunca. Muy bien pensado el personaje de la abuela, una historia que de otra forma no hubiera tenido la fuerza que tiene así.
    Me gusta escribir relatos de vivencias pero tú lo haces de una manera fascinante. Me queda mucho que aprender. Enhorabuena

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  2. Ooh, muchas gracias, Paola! Te agradezco mucho que te pases por mi blog y comentes mis relatos. Tus palabras son un gran aliciente para mí. Yo también estoy aprendiendo. 😉 Un saludo.

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