El color de la sangre

Las vistas desde lo alto del faro son impresionantes, la inmensidad del mar sobrecoge. Esa extensión de agua que parece no tener límites me produce vértigo. A mi espalda está la isla, pequeña y bien delimitada, el polo opuesto a ese horizonte inabarcable.

– He venido, estoy aquí. – Repito absurdamente–. Manuel no dice nada. Me tiende la mano y después me abraza. La cabeza sobre su hombro. Besa mis párpados, que saben a agua salada.

– No toca llorar. – Me dice, levantando mi mentón con su mano enorme, que es a la vez cálida y dura, curtida.

Si por mi fuese me quedaría en el faro. Contemplando el mar de día y las estrellas de noche, sé que parece un tópico al decirlo ¡suena tan poético! pero no he venido para disfrutar del paisaje. Me esperan otras cosas en esta isla, aunque lo peor de todo es el miedo. Esos demonios internos siempre acechantes que he venido para vencer, sin más armas que mi débil voluntad.

Manuel sabe a lo que me enfrento. Por la noche se me acercó mientras yo estaba insomne, apoyada en la barandilla de la torre.

– ¿No duermes?

– Tengo miedo.

– Eso no es nuevo, niña.

– ¿Por qué me has dejado venir?

Él levanta una ceja, sabe que pregunto por preguntar. Aún así, me responde:

– No me hubieses perdonado si te lo impidiese.

A la mañana siguiente salgo temprano mientras él duerme. Me he tomado ese brebaje bien cargado que mitiga las emociones del alma. Es una receta de la madre de Manuel, “la hierba que duerme el alma” le llama. Contiene el extracto de una planta extraña que no he podido ubicar en ninguna enciclopedia, pero  funciona, aunque en mi caso no llega a producir todo su efecto porque en mi alma “hay mucho que dormir”, pero algo hace. Por lo menos no tiemblo tanto.

El color de la sangre es el mismo para todos. Da igual que hayas nacido rico o pobre, en una metrópoli gigantesca o una isla reducida. Hace tiempo que ese color me duele. Ahora voy vestida de negro, sobre la arena blanca de la isla mi imagen, entre la bruma de la mañana, no puede ser más tétrica.

Apenas hay gente en el entierro. Yo quiero ponerme detrás de todos, ser la última, revestirme con una capa de invisibilidad. La he cuidado. Todo lo que pude hasta el final. Y justo ahora, que todo terminó me cuesta acompañarla en su último viaje. En el hospital ya era duro, pero aquí…En el último instante aparecieron los demás, los lazos de la sangre. Me vieron tan rota y descompuesta que se ofrecieron a realizar los últimos trámites. Durante este largo año que he pasado en la isla he tenido tiempo de reflexionar. De no haber sido por Manuel, por los minutos que viví a su lado en el faro, recargando mi energía con su ternura y estas vistas únicas, no hubiese podido. Después de hoy ni siquiera el refugio de sus brazos y estas vistas – las más hermosas que he contemplado- podrán retenerme. Si alguno de esos demonios interiores me sigue tomaré más dosis de la “hierba durmiente”, pero no vendré a su territorio para caminar por sus calles, mientras sus ojos invisibles acechan mis pasos tras las ventanas.

Cuando todos se van, después de los abrazos de rigor, quiero quedarme un instante. Les digo que me esperen fuera, que no tardo. Entonces me acerco más y deposito en su tumba la última dalia roja que aún tengo en la mano. “La sangre es más espesa que el agua”, me parece estar oyéndola. El lazo de sangre recubre los nombres de todas las lápidas, más de las que quisiera recordar. Por eso me voy, porque ya no me queda ningún lazo en esta isla y porque el agua de este mar ya no me parece más que de un color.

–Buen viaje –les digo, y me descubro diciéndomelo a mí también.

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