La dehesa del campanario

Cuentan que el lugar está maldito. Fui advertido en su momento,  pero  no  quise   dar crédito a esa clase de fabulaciones. Al llegar a la dehesa la noche se me echó encima, pero en ningún momento sopesé la opción de tomar la ruta alternativa.

-“Detente antes de llegar a la dehesa del campanario”- habían sido las instrucciones de Dora. –“De ningún modo se te ocurra intentar atravesarla, dicen que es imposible salir de ella pasada la medianoche.”

Bien amigos, a día de hoy puedo decir que soy uno de los pocos (si es que hubo alguno) que se atrevió a cruzar la dehesa del campanario de noche y puede contarlo,  aunque  en honor a la verdad no puedo decir que me alegre de haberlo hecho; es más, ni por todo el oro del mundo me adentraría otra vez en ese terreno, no señor, ni a plena luz del día.

Soy consciente de que los hechos que voy a narrar no se ajustan a lo que  comúnmente consideramos verídico, ni se rigen por los parámetros de la normalidad, pero ahora  que me adentro en los parajes de la vejez y nada de lo que cuente alterará  el  curso  de   mi destino, voy a contar lo que vi en aquel campo maldito, para sumarme a las voces  que se oponen a la construcción de una urbanización  en dicho terreno, pues  de  llevarse a a cabo el citado proyecto   la ruina y la   desolación reinarían sobre el lugar y mi conciencia no me  permitiría  descansar, ni  siquiera en la tumba, si no intentase impedir tal aberración.

La noche de los hechos tenía prisa. No tuve en cuenta para nada las recomendaciones de Dora. Yo era por aquel entonces  un  joven  descreído, seguro de mi mismo y en  pleno vigor de mis facultades físicas y psíquicas. Se Puede  decir que nada me amedrentaba.

Quería llegar a la feria del ganado que se celebraba al día  siguiente en Peñalba y a lomos de mi mejor caballo creía dominar el terreno. Ignorar la ruta de la dehesa y tomar el otro camino hubiese supuesto un retraso de no pocas horas y había quedado con mi amigo Lucas en la taberna “La ribera” a las diez de la mañana. Pensaba detenerme en casa de Sara lo justo para retomar nuestros “juegos de alcoba” en el punto en el que lo habíamos dejado el mes anterior – ante la imprevista llegada de Marco, su hermano- después de una cabezadita tomaría un frugal desayuno para llegar a tiempo a la cita con mi amigo, con él que pensaba visitar la feria. No obstante, todos mis planes se los llevó el viento en aquel maldito paraje. Tan pronto como me adentré en el terreno tuve la extraña sensación de que me perseguían y al frío intenso de la noche se unió un creciente rumor que fue turbando mi entendimiento. Creí oír voces de niños, colándose a través de los árboles y los senderos, llamadas inquietantes que parecían repetir dos nombres alternativamente: “¡Isabel…!”, “¡Rodrigo!”…Algo debió también de sentir mi caballo pues cambió el trote regular que llevaba y pareció vacilar.

–“Vamos, Chispa, no me falles ahora –exclamé con desaliento, palmeándole en el cuello –sigue adelante, campeón.”

Era de noche cerrada y lamenté haberme adentrado tanto en la dehesa. Estaba sopesando volver atrás cuando el resplandor de varias luces que parecían acercarse me sobresaltó. Repentinamente las voces cesaron, así como todo sonido. Se diría que hasta el viento se había detenido. Podía ver el vapor gélido de mi respiración y el resoplido de mi caballo, que detuvo su paso completamente. Fue entonces cuando la vi. Envuelta en un resplandor indefinido, caminaba descalza y completamente desnuda, su larga melena dorada le llegaba hasta la cintura. Portaba un cántaro de porcelana al hombro.

”Isabel…” su nombre fue susurrado en mi oído nítidamente, mientras la vi aproximarse a un árbol bajo el que pude descubrir un terrible hallazgo:  el  cadáver  de  un  joven delgado, de rizos negros y tez muy blanca. “Rodrigo…”susurraron de nuevo en mis oídos las voces misteriosas.

Paralizado, contemplé la escena con total estupor. Isabel, pues tal era el nombre de la hermosa joven según me fue dado conocer, se aproximó al joven lentamente, se arrodilló ante él y procedió a llevar a cabo un ritual de lo más enternecedor: recogiendo su larga melena hacia el lado derecho, la  introdujo  en  el cántaro de agua, la enjugó brevemente y se dispuso a asear el cadáver del joven con ella, a modo de toalla improvisada. Lenta y armoniosamente fue recorriendo el cuerpo lleno de traumatismos del joven, que parecía haber sido víctima de algún ataque animal o paliza, quien sabe si de ambas cosas, a juzgar por las numerosas contusiones y heridas que presentaba.  La joven fue enjugando metódicamente su rostro, torso, vientre, brazos y piernas para, posteriormente, colocarle de espaldas y proceder de nuevo al extraño rito, en una sucesión interminable de enjuague y unción que trajo a mi memoria el conocido capítulo de la biblia, en el que el nazareno es ungido también por los cabellos de una mujer. Me hallaba yo contemplando la escena  en  estado de trance  cuando sentí ceder a  mi caballo. El animal se fue echando a tierra lentamente, como si   pretendiera   arrodillarse.  Salté  de mi montura con el tiempo justo de ver al equino estirarse  completamente en  el suelo para no levantarse más. Mi pobre caballo había caído muerto a causa de la conmoción. Preso de un terror indescriptible miré a mi alrededor con angustia y no vi ya rastro de la escena anterior. Los jóvenes – el cadáver y  la bella muchacha que lo ungía – habían desaparecido. Las primeras luces del alba se filtraban entre los árboles. Más allá del final de la dehesa, a pocos kilómetros, se extendía el pueblo de Peñalba. Avancé como pude,  pese a la escasa fuerza de mis temblorosas piernas, con un único pensamiento en la mente: salir de allí. Cuando enfilaba ya por el sendero que lleva a Peñalba, pude oír claramente el sonido de unas campanas que parecían tocar a muerto.

–¡La dehesa del campanario!…¿Y dices que la has cruzado de noche? ¡Tienes suerte de seguir vivo! –Anunció mi amigo, con el semblante demudado cuando se lo conté.– Cuentan que un tal Rodrigo encontró allí la muerte a manos de unos secuaces contratados por el padre de la muchacha de la que estaba enamorado, Isabel, creo que se llamaba la joven a la que pretendía sin contar con la aprobación de sus padres. Dicen que  el lugar está maldito y que al alba se oye tañer las campanas que tocan por el pobre infeliz…

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