Al amanecer del cuarto día notó una presión casi insostenible. Sentía estirarse su cuerpo y percibía un sinfín de sensaciones. Al principio, el despertar había sido paulatino, suave. Apenas una leve sacudida. La llamada de la madre naturaleza, surgiendo de algún lugar recóndito, penetrando en su esencia para despertarle, para insuflarle un nuevo aliento, una nueva forma de vida. Se debatía entre profundizar hacia abajo o subir hacia arriba. Sentía que todo su entorno se hallaba en este submundo conocido, cálido, a buen recaudo de los ruidos, cada vez más cercanos del exterior.
Sabía que el cambio era incipiente y luchaba por sujetarse, aferrándose bien al fondo. Percibía las sensaciones de sus hermanos, a través de sus cuerpos, tan próximos al suyo mismo. Si escarbaba lo suficiente en su reciente memoria, situándose al nivel de su especie, casi podía recordar: Generación tras generación pasando siempre por lo mismo, en una rueda sin fin. En su interior reconocía la inutilidad de la lucha. Mientras sus raíces ahondaban hacia abajo, su cabeza luchaba por asomarse al mundo. Presión. Cada vez más presión. La sensación urgente de atravesar, desgarrar, romper, y de pronto… un gran tirón, cómo si el universo entero lo empujase, desde adentro hacia arriba. El agua se filtraba por su interior refrescándole, renovando sus fuerzas. Percibía un espectro infinito de sonidos llamándole, procedente del mundo de la forma, de la luz, de la lluvia y el viento. Y la presión ya más leve, más suave… y es que de pronto, ya no quería aferrarse al fondo sino brotar, asomarse al mundo y salir ¡SALIR!
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-¡Vamos Mateo! Es hora de regresar a casa.
-¡Uno más, mamá, para que sean pares! ¡Déjame buscar uno más!
-Pero si tienes la cesta llena, Mateo… ya volveremos otro día.
-Pero ahora es cuando salen mamá… ¡Mira! -Grita el niño entusiasmado, mientras echa a correr de nuevo.
La cara de Mateo luce radiante de orgullo cuando levanta en la mano su trofeo exclamando:
-¡Es un níscalo de primera!