LA LENTE
Te recuerdo siempre con tu cámara, fotografiando cada momento. Con tu lente enfocando la vida. El objetivo era el camino, la risa, la lluvia, o yo misma. Yo misma inmortalizándote, haciendo fotografías.
LA CAPTURA
La lente registra el presente y lo inmoviliza, atrapa el tiempo con su patina de nostalgia y lo enmarca. Pero el ojo que mira a través del ojo de la cámara no sabe que, en ese preciso momento, otro ojo que mira, dispara.
Micros elaborados para la sección Viernes Creativo de El Bic Naranja:
Fondosg.com/Playa de las Catedrales (Ribadeo-Lugo)
Nadie sabía de dónde había venido. Apareció por el lugar una mañana de primeros de julio, y repetía la misma ruta todos los días. Bajaba a la playa temprano y se quedaba junto a las rocas, donde extendía sus dos toallas. Una al sol y otra a la sombra. Siempre dos. A mediodía, sacaba dos bocadillos de la bolsa térmica y dos bebidas. Su conducta captaba enseguida la atención de los turistas, que se extrañaban de verle gesticular solo, y lo tomaban por loco al oírle hablar en voz alta, como dirigiéndose a alguien que parecía tener siempre presente. Al volver de la playa, se detenía muchas veces en las tiendas de souvenirs que bordeaban la costa, y pedía a las dependientas que le mostraran collares, anillos y demás abalorios femeninos que insistía en probar a una imaginaria mujer que nadie veía.
Pronto la gente comenzó a referirse a él como el loco de la novia y dejó de extrañarse de sus manías. Los camareros le servían las consumiciones por partida doble sin preguntar, y en el cine sellaban sus dos entradas como si tal cosa. Toda esta falsa normalidad cambió la tarde en la que, en uno de los chiringuitos de la playa, una persona lo reconoció. Enseguida, trataron de retenerle para contactar con su familia, que había denunciado hacía un tiempo su desaparición. Pero Jaime, que así resultó llamarse nuestro protagonista, aprovechó un descuido y se largó. Al parecer, no había podido superar la muerte de su novia el pasado verano, que se ahogó en el mar pese a todos sus esfuerzos por salvarla y cuyo cuerpo no habían logrado recuperar. Se organizaron grupos de búsqueda para encontrar a nuestro hombre, y no quedó un rincón de la isla por registrar. Al fin, cuando ya se había perdido toda esperanza sobre su paradero, un turista dio la voz de alarma: en el rincón de la playa donde Jaime extendía sus dos toallas, habían hallado, dobladas y casi ocultas entre las rocas, dos notas escritas con la misma caligrafía, y en la que constaba el mismo mensaje, eso sí, firmado con distintas firmas:
Buscadnos en el mar.
Relato presentado al concurso de Zenda libros #AmoresDeVerano
Tic, tac. El reloj, como un arma arrojadiza. Un misil disparado al corazón. Tic, tac. Y tus labios sobre mis labios, tu cuerpo helado, buscando cobijo en mi interior.
Tic, tac. Y una balsa a punto de partir dejándome sola en un rincón. Tic, tac. Y un verano añadiendo fuego, cuando no queda más que la memoria de lo que se ha vivido por quemar.
Tic, tac. Y tu nombre sobre el atlántico, y en mis días la certeza de que no volverás.
Recuerdo las cassettes con los éxitos de Duncan Dhu, las tardes de verano en el cine América, y el sabor de su piel. Sobre todas las cosas sigo recordando, sigo sintiendo en la boca el sabor agridulce de su piel. Elva era como una noche clara de verano, como ese trago de café con su nube de leche. Amarga y dulce. Azúcar y sal. La vida se nos atrancó en medio adoptando la ira de sus padres y la inconformidad de los míos. Enemigos de siempre, de raza y genes no exentos de la sangre de los dos. Mi padre era el patrón y su madre la criada mestiza. Nuestro amor era una aberración a los ojos de todos. No volví a verla ni a saber en qué jardín arribaron sus pies, hice caso a mis padres y me casé con una buena chica pero no sabría decir, ni siquiera ahora, después de cincuenta años de matrimonio, a qué sabe su piel.
Relato presentado al concurso de Zenda libros #AmoresDeVerano
Aurora tendía la ropa en la terraza común. Prendas mínimas que yo nunca había visto ni imaginaba que existiesen. Los veranos en Villagris eran como una larga siesta en la que la ciudad desaparecía, envuelta en una nube de calor. Pero el verano del noventa y seis tenía la piel de Aurora, una piel joven y tersa con rutas insospechadas y desniveles por los que resbalaban mis ojos igual que barcas en la corriente del río. Viéndola tender la ropa descalza, sorteando los charcos que dejaban las prendas al gotear, me atreví a preguntarle si quería venir con nosotros a bañarse en la laguna.
―¿Y quiénes son «nosotros»? ―preguntó a su vez.
―Pues nosotros. Ya sabes: tú y yo.
Podía haber mencionado a mi hermana, Carmen, pero sabía que nos estorbaría. Observé la mueca en el rostro de Aurora ¿sorpresa?, ¿burla? Decidí lanzarme de cabeza.
―¿Crees que soy muy joven para ti?
Aurora lanzó una carcajada y, en medio de la risa, me dio la respuesta definitiva.
―Es obvio que no, puesto que me preguntas.
Desde ese día en la terraza la hora de la siesta fue la nuestra. Aprendí tanto ese verano sobre curvas que, cuando comenzaron las clases, yo ya estaba en otro nivel, y Aurora muy avanzada contando lunas.
Texto presentado al concurso de Zenda libros #AmoresDeVerano
Busqué mis ojos, que se habían quedado prendidos en los suyos cuando los cerró. De repente, en el mundo se hizo un gran agujero, por el que me sentí caer llamándola. La encontré, en el anverso de los poemas, en el reverso de la vida, en la muerte que viví sin ella para aprender a sentirla. ¿No veis sus manos abrirse en las alas de aquella paloma? ¿No sentís el poso helado de sus labios en la mañana? No. No. Tampoco yo. De hecho, solo la siento cuando yo no estoy. Cuando bebo la vida ardiente que me embruja y me siento caer. Hay un abismo dentro de nosotros que es un mar negro lleno de ojos, que solo vemos al cerrar los nuestros.
Los Sin Rostro comenzaron a surgir entre nosotros sin que nos diésemos cuenta. En la era cibernética y con una civilización dominada por los avances tecnológicos, poco tiempo había de fijarse en los rasgos, cada vez más igualitarios, de nuestros semejantes. La consecuencia surgió como una mutación natural hacia la nueva realidad virtual que nos envolvía. Los chips de nuestros cerebros se sincronizaron con los chips de nuestros dispositivos móviles que, de tanto usarlos, acabaron convertidos en apéndices de nuestro cuerpo; una extensión más en la que los ojos físicos fueron perdiendo consistencia hasta desaparecer. Los nuevos maniquíes, mucho más prácticos y mejorados, comenzaron a circular hasta que su presencia fue masiva. Ahora, los antiguos humanos, con rasgos distintivos y corneas, luchamos en franco riesgo de extinción, por sostener nuestra habitabilidad en un mundo cambiante que muta a cada paso que damos.