SIDDHARTA O LA LIBERTAD DE DUDAR

Respondía Govinda:

—Hemos aprendido mucho, y seguiremos aprendiendo. Tú llegarás a ser un gran samana, Siddhartha. Todo lo has aprendido en seguida, los viejos samanas te admiran con frecuencia. Llegarás a ser un santo, ¡oh Siddhartha!

Hablaba Siddhartha: —A mí no me parece así, amigo mío. Lo que he aprendido hasta ahora entre los samanas, ¡oh Govinda!, lo hubiera podido aprender pronto y con facilidad en cualquier taberna de barrio, de burdeles, entre carreteros y jugadores de dados, hubiera podido aprenderlo, amigo mío.

Decía Eduardo Galeano que la primera enseñanza era enseñar a dudar, y este es el lema principal del clásico libro de Hermann Hesse, Siddharta. Libro que comienza con el nacimiento de un príncipe,  hijo del Brahmán, que crece entre hombres doctos y sabios; estudiando los misterios de Atmán y leyendo los libros sagrados; adentrándose en el arte de la meditación y la introspección del espíritu; venerado y aclamado por todos menos por él mismo ya que, en el fondo de su corazón, las dudas aumentaban, haciéndole  preguntarse continuamente: ¿De qué servía todo? ¿Acaso daban felicidad los sacrificios? ¿Y qué había de los dioses? ¿Era cierto que Prajapati había creado el mundo? ¿No era él, el Atman, el Único, el Todo y Uno? ¿No eran los dioses formas creadas como tú y yo, sujetas al tiempo, perecederas?  

Sí. El Siddharta de Hermann Hesse duda. Duda porque las verdades no pueden ser descritas, sino vividas. No hay verdad en una palabra, solo contenido por explorar. Lo mismo que no hay verdad en una enseñanza que no viene de la experiencia, porque solo en lo concreto, en la profundidad de la materia, adquiere sentido lo inmaterial, lo innombrable. Y eso lo advierte Sidharta desde muy joven: que nada en el mundo es verdaderamente real hasta que se toca, hasta que se aprehende desde la carne, vehículo por excelencia del conocimiento en un mundo de la forma y la concreción. Por eso Siddharta dice a su amigo que la enseñanza entre los Samanas no difiere de la enseñanza entre el pueblo, incluso si ese pueblo, o todavía más por eso mismo, incluye entre sus  personas a jugadores y ambientes como burdeles, porque es tocando la profundidad más absoluta como más se aprende. Quizás porque, como decía Goethe: Allí donde hay mucha luz la sombra es más negra, o lo que es lo mismo: no hay más sombra que la ausencia de luz. Y es así, como Siddharta decide poner en práctica su meditación, mezclándose con las gentes, comiendo, bebiendo y sintiendo en base a sus propias motivaciones.

Hacia el final del libro, Siddharta expresa su propia reflexión, fruto de la enseñanza hallada en su peregrinaje:

 He encontrado un pensamiento, Govinda, que podrás tomar a broma o por sandez, pero que es mi mejor pensamiento. Es el que dice:

“¡Lo contrario de cada verdad es igualmente cierto!”

  Reflexión que cobra sentido en la siguiente expresión:

Un hombre (o una mujer) nunca es enteramente sansara o enteramente nirvana, nunca es un hombre enteramente santo o enteramente pecador.

Quizás por eso mismo, porque la complejidad del ser humano es difícil de definir con palabras, y únicamente a través de la experiencia podemos vislumbrarla, me gustaría citar una última reflexión que Hermann Hesse pone en boca de Siddharta:

Yo puedo amar a una piedra, Govinda, y también a un árbol o a un trozo de corteza. Pero no puedo amar las palabras. Por eso las doctrinas no son para mí; no tienen dureza, no tienen peso ni color, ni aristas, ni olor, ni gusto; no tienen más que palabras (Siddharta- Hermann Hesse).

 

Manuela Vicente Fernández

Artículo publicado en el blog/ Diario digital  El Humanista de Cascales 

 

 

 

 

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