Palabras para Elena

(Barcelona, marzo de 1938)

Mi querida Elena:

No sé si podrás leer esta carta o si, cuando la leas, quedará siquiera un rastro de mí. Quiero creer y suplico al Dios de la justicia que mis palabras te lleguen. La mayoría de los que me rodean se han vuelto locos, sordos, ciegos, o todo al mismo tiempo. Mis ojos están empañados y, a la escasa luz del refugio, apenas acierto a ver mi propia letra. Mi juicio se nubla y hay momentos en que creo estar contigo en el pueblo,  haciendo el camino hacia el río que recorrimos juntos tantas veces. Pero lo peor de todo es el ruido.  Al principio era atronador, como si el firmamento entero descendiese sobre nosotros. Ahora mis oídos, ya medio sordos, han bloqueado parte del ruido, pero el dolor persiste en mis tímpanos. Este martilleo constante, sin piedad, al que nos someten, nos ha reducido a autómatas, incapaces de diferenciar nada. El día y la noche son la misma cortina de polvo y humo. Solo hay escombros. Los tíos y yo permanecemos en el refugio, turnándonos para salir en busca de algún alimento, pero las casas y las tiendas se han reducido a ruinas y parecemos hienas peleándonos por despojos. Tengo en mi memoria fijado el día dieciséis de marzo como el comienzo del desastre,  desde entonces, con tantas horas bajo las bombas, no sé si han pasado días o meses.

Del hombre que fui un día, Elena, solo queda de mí tu recuerdo. Mi Elena. Quiero decirte que mantengo tu foto apretada contra mi pecho, que los pocos momentos de calma que consigo son cuando pienso en ti. Me parece verte, tendiendo la ropa en el patio de la casa de tus padres, mientras el viento juega con tu pelo.  Me acuerdo de los hijos que soñamos tener y tengo que decirte que es posible que ya no puedas tenerlos conmigo, pero quiero que los tengas.  Cada vez veo más difícil salir con vida de esta guerra. Yo vine aquí a trabajar, para reunir dinero y poder comprar contigo una casita con huerto, aunque a ti te veo en ella. Sé que tendrás tu casa y tus hijos y lo único que quiero pedirte es un sitio pequeño en tus recuerdos. Ten esos hijos, Elena, cumple tus sueños, aunque no sean conmigo, busca un buen hombre que te quiera y no me llores. Nunca me llores, hazme un sitio en tu memoria y me quedaré allí siempre.

Quiero pedirte que busques a mis padres y les cuentes que me han tratado bien aquí, que en casa de tío Andrés nunca me faltó un plato de sopa, que en su fábrica fui uno más y trabajé a gusto con los compañeros. Si logran encontrar mi cuerpo y mis pocas pertenencias, quédate con la cadena del Cristo del Perdón que me dio mi madre y siempre llevo al cuello. No le guardes rencor a la vida, Elena, porque la vida es la que es pero ha de quedar gente buena que te ayude a seguir. Quiero que el dinero que tengo ahorrado sea para ti y que, con algo más que consigas, puedas comprar esa casa que soñamos juntos y tener tu huerto.

Llega el momento, querida mía, de terminar esta carta. La guardaré en el bosillo de la camisa, junto a tu foto, abrigándome el pecho. Si no salgo vivo, espero que quede algo de mí y te la hagan llegar, mi dulce Elena. Todas las lágrimas que he guardado corren ahora por mi rostro, si algo  me enerva de dejar este mundo es no poder volver a abrazarte, besar tus labios y decirte a la cara lo mucho que te quiero. Que mi amor te acompañe y te de fuerzas para comenzar sin mí el resto de tu vida.  No te me vistas de negro. No te encierres a vivir una vida muerta. Vive, Elena.  Vive por mí y por todos los que caigamos. Si tienes hijos, aunque yo no sea el padre, me verás en ellos, porque significará que me has hecho caso y has apostado por vivir. Yo estaré orgulloso de ti desde el cielo. No sufras, querida mía, esta guerra sin sentido terminará pronto.

 

Tuyo para siempre:

Esteban Gómez Hernández, natural de Maderuelo (Segovia)

Hijo de Antonio Gómez Martínez y Mercedes Hernández Vega

 

Uno de los bombardeos intensivos del 16 al 18 de marzo de 1938 sobre la ciudad de Barcelona, fotografiado por la Aviación Legionaria italiana