Cuando llegó el momento de marcharme a otra ciudad decidí desmontar mi casa. Tal y como había hecho al construirla, comencé por quitar las tejas para abrir algo de espacio y descender después hasta el armazón. Confieso que las vigas del ático me llevaron algo de tiempo, impregnadas de recuerdos como estaban, también el suelo, que hube de ir devastando por capas que asomaban al rascar como las edades de los árboles cuando se talan, haciéndome descender al piso inferior. Para mover las paredes de los tabiques hube de tomar medidas especiales y empujarme desde el pasado al presente con un arnés. Los muebles los desmonté por tiempos, plegándolos como se pliegan los recortables de la niñez.
Cuando por fin hube terminado, guardé toda la estructura de la casa en mi tarjeta de memoria y subí al avión.
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