Navidad sin cuento

Este año, la Navidad se le había echado encima sin verla apenas venir ni advertir su huella. Otrora, en la lejana época en la que era feliz sin saberlo, veía venir estas fechas ya desde finales de octubre. Las luces encendidas, los reclamos de los comercios, los catálogos de juguetes para los niños y las típicas preguntas de la familia respecto a la organización y planificación de comidas y cenas no le dejaban olvidarse de esos días, marcados en rojo en el calendario.

Ahora, todos esos reclamos habían pasado a la historia. Apenas salía de casa, aparte de que, al vivir sola y apartada en una zona rural, no se percataba del derroche de las luces Navideñas; no visitaba centros comerciales a la procura del regalo perfecto (¿para quién?, ¿para quienes?); los niños habían crecido y lo mejor que podía regalarles en estas circunstancias (las suyas y las de los hijos) era dinero, simple y llanamente.  Ya no había que organizar grandes cenas ni turnarse con la familia política, porque, lamentablemente, los mayores habían ido a menos. Muy pronto, ella sería la única matriarca, la mayor del clan, ella, que antes era la más pequeña. De momento, y por fortuna, aún gozaba de esa fase en la que los hijos quieren ser libres y no la habían convertido en abuela.

La vida tiene, a veces, extrañas compensaciones. A ella nunca le habían gustado estas fechas (claro que ese nunca se refiere a la edad adulta, porque cuando se es joven la palabra nunca se usa tan excepcionalmente que es como si no existiese). No le gustaba la Navidad, que asociaba al recuerdo de las ausencias, los platos vacíos y los aniversarios de los mayores que se habían ido en esta época (sumados a los que se habían decidido irse en otras); en los últimos años, por si fuera poco, la cosa había ido a peor y pérdidas más profundas la habían mermado tanto que en lo último que podía pensar ahora era en estas fiestas. Y, por eso de que la vida tiene extrañas compensaciones, ahora la había dispensado de tener que poner el árbol, jugar al amigo invisible, asistir a la cabalgata de Reyes y romperse la cabeza perdiéndose en los pasillos de los centros comerciales en busca del regalo perfecto. Pero. Siempre hay un pero detrás de cualquier compensación, porque las compensaciones son eso: un resarcimiento que no resarce ni al más estoico de los sufrientes, aquí es donde el pero se alzaba con el triunfo de la jugada redonda, la ironía perfecta.

Y es que esa era la coña de la vida, porque ¿Quién no daría parte de sus días por volver, siquiera a uno solo de los días de aquellas Navidades pretéritas? Volver a sentarse a la mesa en el hogar materno, al lado de su marido, sabiendo a su madre trajinando entre los fogones, los niños corriendo en torno al árbol, el padre peleándose con las bebidas y los leños en la cocina, los parientes que llegaban para fin de año, la cuñada con su sempiterno libro, las miradas condescendientes. ¿Quién le iba a decir ahora, tantos años después, que iba a acabar extrañando todo aquello? pues sí, esa es la coña del teatro en el que vivimos, en el que no sabemos reconocer la felicidad hasta perderla, pensaba, mientras leía las felicitaciones de Navidad por el Facebook.

Este año, la Navidad se le había adelantado, como la vida había hecho siempre.

Texto elaborado para la convocatoria de Zenda

#cuentosdeNavidad 2022