Las cenizas del tiempo

-Traigo las cenizas del tiempo- Dijo Chronos (I)

-¿De qué tiempo? -Preguntaron los íncubos.

-Las cenizas del tiempo que ha pasado, del tiempo que está sucediendo, del tiempo que está por venir, del final de los tiempos, ya completados.-Respondió el Aión (tiempo eterno).

-No se han  roto aún todos los sellos ni han sonado, por tanto, las siete trompetas que anuncian el final de los tiempos que han de traer las siete copas.-Respondieron éstos al unísono.

-¿Y qué sabéis vosotros, criaturas del mal y de la noche, de los altos designios? -Se enojó el venerable anciano. –Ya todo esto ha sucedido. Los tiempos, en algún lugar, ya han sido completados e incinerados. No es mi función velar por los símbolos.

Fue entonces cuando se adelantó Ananké (II) y su porte majestuoso barrió de escena a los demonios, que huyeron al refugio de las sombras.

-Chronos, Chronos -amonestó con la firmeza y suavidad a que tenía derecho como compañera y aliada del guardián.- ¿Tanto os pesa ese pequeño reloj que portáis? ¡Cualquiera diría que fue ayer cuando aceptasteis gustoso esta herencia a cambio de mi compañía! Ninguna responsabilidad pesa sobre vuestros hombros. Yo sola aguanto las quejas de toda la humanidad. Día y noche les oigo increparme continuamente  lamentándose de los designios del destino,  y en todo este tiempo transcurrido, decidme: ¿Acaso habéis oído un mínimo lamento de mis labios?

-Señora -Respondió el interpelado- Vos tenéis otra naturaleza. Fuisteis creada expresamente para sostener la providencia. Vuestro sello de inevitabilidad os salvaguarda eficazmente de cualquier tipo de lamento, en cambio yo…

-¡Venga, Chronos, no me vengáis ahora con toda esa monserga de que sois un anciano! Sabéis bien que podéis adoptar cualquier configuración temporal que os plazca.

-Eso era antes, Ananké querida. Ahora, inevitablemente, he caído bajo el influjo del tiempo de tanto permanecer a vuestro lado…

 

(I) Chronos: En la mitología griega, dios del tiempo y de las edades. También llamado Eón o Aión (tiempo eterno)

(II) Ananké: En la mitología griega, compañera  de Chronos. Diosa de la inevitabilidad

La llamada

Al amanecer del cuarto día notó una presión casi insostenible. Sentía estirarse su cuerpo y percibía un sinfín de sensaciones. Al principio, el despertar había sido paulatino, suave. Apenas una leve sacudida. La llamada de la madre naturaleza, surgiendo de algún lugar recóndito, penetrando en su esencia para despertarle, para insuflarle un nuevo aliento, una nueva forma de vida. Se debatía entre profundizar hacia abajo o subir hacia arriba. Sentía que todo su entorno se hallaba en este submundo conocido, cálido, a buen recaudo de los ruidos, cada vez más cercanos del exterior.

Sabía que el cambio era incipiente y luchaba por sujetarse, aferrándose bien al fondo. Percibía las sensaciones de sus hermanos, a través de sus cuerpos, tan próximos al suyo mismo. Si escarbaba lo suficiente en su reciente memoria, situándose al nivel de su especie, casi podía recordar: Generación tras generación pasando siempre por lo mismo, en una rueda sin fin.  En su interior reconocía la inutilidad de la lucha. Mientras sus raíces ahondaban hacia abajo, su cabeza luchaba por asomarse al mundo. Presión. Cada vez más presión. La sensación urgente de atravesar, desgarrar, romper, y de pronto… un gran tirón, cómo si el universo entero lo empujase, desde adentro hacia arriba. El agua se filtraba por su interior refrescándole, renovando sus fuerzas. Percibía un espectro infinito de sonidos llamándole, procedente del mundo de la forma, de la luz, de la lluvia y el viento. Y la presión ya más leve, más suave… y es que de pronto, ya no quería aferrarse al fondo sino  brotar, asomarse al mundo y salir ¡SALIR!

&

-¡Vamos Mateo! Es hora de regresar a casa.

-¡Uno más, mamá, para que sean pares! ¡Déjame buscar uno más!

-Pero si tienes la cesta llena, Mateo… ya volveremos otro día.

-Pero ahora es cuando salen mamá… ¡Mira! -Grita el niño entusiasmado, mientras echa a correr de nuevo.

La cara de Mateo luce radiante de orgullo cuando levanta en la mano su trofeo exclamando:

-¡Es un níscalo de primera!

Tablas

Blanco y negro. La vida es como un tablero de ajedrez. Salen moviendo las blancas, pero eso no es más que el inicio de la partida. Las piezas negras mueven más tarde y la batalla comienza. Unas veces ganan las blancas y otras las negras. Así es la vida. Pero la vida, bien pensada, es mucho más que un tablero de ajedrez, porque el mundo no se divide en buenos y malos simplemente, sino que hay numerosos matices de por medio.

A Ramón le buscaban. Ese fue el inicio. Nos pidió ayuda. Un amigo es un amigo en todas las circunstancias. Tampoco vayáis a creer que había cometido ningún crimen, no es eso, le buscaban por su ideología política. Ramón era un periodista maldito, le habían expulsado ya de varias redacciones y le tenían prohibida la entrada en el país, pero él necesitaba ver a Ariadna, se puede entender. Raúl y yo accedimos a ayudarles, nosotros éramos pareja y podíamos comprender por lo que estaban pasando los dos al no poder verse. Pero como ya dije, ayudarle fue sólo el comienzo.

Cuando Ramón nos habló de pasar al país aquellos objetos de arte, fue ya demasiado tarde para echarnos atrás. Tampoco es que nuestra economía estuviese muy boyante por así decirlo, y se trataba de una pasta…, por más que nos negásemos Ramón no iba a recapitular. De aquella operación dependía su futuro bienestar al lado de Ariadna, y de paso a nosotros también podía caernos un buen pellizco ¿A qué negarnos? Después de todo sólo éramos unos simples ciudadanos de a pie, nada que ver con esos gobernantes corruptos que tienen a su cargo el país y tergiversan fondos por todos lados, lo nuestro en comparación era una bagatela, naderías.

La cosa se fue complicando. El día de los autos era de noche. Raúl y yo estábamos helados esperando la embarcación. Ramón nos había dado instrucciones precisas. Nos repartiríamos la carga. Cada uno de nosotros portaría una mochila. Habíamos ido con las motos. Raúl, que había tomado la moto de Ramón de casa de su madre, iba con Ariadna, y yo llevaba la moto de Raúl. Cuando llegó Ramón subió con Ariadna y quedamos en vernos a las siete de la mañana (entonces eran apenas las dos de la madrugada) con la mercancía en el Torreón –la vieja torre abandonada del extremo norte de la playa del acantilado, que hizo en su día las funciones de faro- allí estaría Omar, nuestro contacto, para hacer la transacción. Omar era un amigo de Ariadna, de total confianza a decir de ésta.

Raúl y yo nos quedamos juntos esa noche, desvelados, esperando la hora de salir hacia el Torreón. Serían sobre las cinco de la mañana cuando me sobresaltó el sonido de un móvil. Me había quedado adormilada en el sofá y al incorporarme distinguí el reflejo de la sombra de Raúl por el pasillo hablando por teléfono con alguien. Al poco entró en la sala y me dijo:

-He de salir. Me ha llamado Ramón.

-¿Adónde vas?

-He quedado con él. Vamos a llevar nosotros la mercancía. Es mejor que ni tú ni Ariadna vengáis, por lo que pueda pasar.

-¿No es Omar de total confianza?

-Nunca se sabe, niña. Tú me esperas aquí.

-¿Y si pasa algo? ¿Qué hago si no regresas?

Creo que comencé a dudar de él en ese mismo instante. Raúl estaba nervioso, se rascaba la nuca, como solía hacer en tales ocasiones. Le vi azorado cuando me respondió:

-Si no estoy aquí a las doce…es que me ha pasado algo, Sara. Haz lo que juzgues oportuno.

Sin darme tiempo a contestar se fue. Me quedé bloqueada sólo unos minutos. Después me puse en marcha. Sabía lo que tenía que hacer.

Aparqué la moto en una zona boscosa. Eran las seis y media de la mañana. Avancé hacia el Torreón dando un rodeo, por el camino más largo, que conocía de sobra de mis excursiones por la zona con mi padre cuando era una niña. No las tenía todas conmigo. A decir verdad dudaba de toda esta historia. Alguien iba a jugárnosla. Demasiado dinero a repartir. Quizá ni estarían en el torreón. Ramón y Raúl. Nos dejarían tiradas a Ariadna y a mí, a buen seguro. O quizá Ramón se hiciese con la pasta y Raúl corriese peligro…Barajaba las distintas posibilidades mientras me acercaba. Todas menos la que contemplé.

Vi la moto de Ramón aparcada en la pared de la torre. ¡Qué poca prudencia! No pude menos de pensar. Entonces vi algo más…un mechero en el suelo y más adelante… un zapato. Di la vuelta a la torre y vi el cuerpo de Ramón, echo un guiñapo, con la cabeza abierta, totalmente ensangrentada. Tuve que contener las arcadas, tapándome la boca. Me sentí mareada al regresar sobre mis pasos. Pero no me detuve, comencé el ascenso hacia la torre.

El acceso hasta lo alto del torreón pasa por unas escaleras en forma de caracol en las que cualquier sonido procedente del interior se amplifica considerablemente. Oí voces mientras subía despacio. La voz de Raúl y una voz de mujer. A las voces se unieron unos gemidos. Reconocí entonces claramente la voz de Ariadna que decía no sin cierta sorna:

-¡Pobre Ramón! Mira que caerse por el acantilado…

-No te preocupes más por él, nena. Ahora te basta conmigo.

¡Raúl! ¡El muy perro!…La rabia me cegaba y no podía pensar con claridad. ¡Se desharían del cuerpo de Ramón sin más miramientos…! De pronto tomaron forma en mi mente todos los cabos sueltos: ¡Raúl había estado liado con Ariadna desde el principio! La imagen de los dos juntos en la moto, con los brazos de ella en torno a su cintura me golpeaba.  La ayuda a Ramón fue sólo la tapadera para conseguir pasar los objetos de arte. ¿Y Omar? Seguramente ni existía. Raúl se bastaba para colocar en el mercado la mercancía… En esto iba pensando cuando  la vi. La Mochila de Raúl estaba en uno de los descansillos que componían la escalera. Fue la providencia. Raúl había movido su ficha. “Jaque” me había dicho. Pero ahora movían las negras. Abrí la mochila esperando ver los valiosos objetos pero fue mejor lo que vi.

Adentro estaba todo el dinero. Montones de dinero. Fajos de billetes. Me la puse al hombro y salí. Me llegaban sus risas mientras me iba.

“Jaque Mate, Raúl”. Unas veces se gana y otras se pierde. Tú te quedas con la chica guapa: Ariadna. Te pilló bien pillado. Tanto como para obligarte a deshacerte de Ramón. Probablemente esté pensando también en deshacerse de ti para quedarse con la pasta. Así que mira, te hago un favor.

Bien pensado, quedamos en tablas.

Nota: Este relato fue seleccionado como ganador en la convocatoria mensual de diciembre 2013 en El relato del mes (wordpress)  bajo el tema de: Blanco y negro.

Una semana de convivencia

Se que no me creeréis, pero necesito contarlo, aún a riesgo de que me creáis loca. No soy una maldita pirómana. Yo no hubiera incendiado nunca la casa de mis anfitriones, porque no soy en absoluto del tipo de persona que muerde la mano que le da de comer. Ni mucho menos. Pero cuando acepté irme a Francia como estudiante en una familia de acogida, de ningún modo podía imaginar lo que el destino me tenía reservado.

Todo iba medianamente bien hasta aquella última mañana del mes de junio, justo cuando terminaba la semana de convivencia. Lo se, no faltaba más que ese día, ese último día, pero no pude soportarlo más. A decir verdad, ya de víspera había empezado a notar cambios muy sutiles,  difíciles de explicar. A la hora de la comida, por ejemplo, hubiera jurado que Maxim me estaba gastando una pesada broma de no ser por el cariz que tomaron los acontecimientos al día siguiente. Pero sí, tenía algo, algo sumamente raro, algo de…insecto. Eso es. Le sorprendí varias veces succionando la comida. Hubo incluso un momento en que me pareció verle asomar un par de largos apéndices, colmillos, qué se yo… Traté de fijarme más pero entonces me sonrió y  ya no vi más que sus dientes: blancos y pequeños, perfectamente alineados, sin nada absolutamente anormal. Me concentré en mi plato y volví a oírle succionar, un ruido grotesco, tenue para todos los demás según parecía, pero desconcertante e inexplicable para mí. Intenté observarle por el rabillo del ojo y entonces pude ver sus largas pinzas de crustáceo. oh Dios, teníais que estar allí. Llegó un momento en que mis nervios me traicionaron haciéndome derramar el contenido de mi vaso. Entonces fue la madre de Max, la que alargó su cuello haciendo brotar dos antenas negras altísimas. Sin duda las setas eran alucinógenas. No encuentro otra explicación razonable.

Con la excusa de estar cansada me retiré a mi habitación confusa y nerviosa en grado sumo. Tardé mucho en templar mi ánimo y poder conciliar el sueño, lo que finalmente conseguí gracias a mis inseparables composiciones clásicas. No hay nada como escuchar a Bach para relajar los sentidos. Sería ya medianoche cuando me despertó un extraño ruido. Se trataba de una especie de arañazo que sonaba como una garra rasgando la madera, un ruido espeluznante que ponía los pelos de punta. Con el recuerdo de la cena aún fresco en mi memoria me faltó poco para gritar, más el ruido cesó repentinamente y reinó un silencio  que me llevó a creer que todo eran imaginaciones mías. La cena me había sentado mal, seguro, algún tipo de ingrediente disparaba en mí unos terrores absurdos, inexplicables. Ciertamente me sentía mareada, embotada. Quizá estos franceses tan aficionados a las especias se habían pasado con alguna de ellas. A saber si serían de esa clase de gente que mezcla algún tipo droga en algunas preparaciones culinarias. Sin querer detenerme demasiado en estas reflexiones, vencida  por el cansancio y el sopor que sentía, me quedé de nuevo dormida.

No debí hacerlo. Debí vestirme e irme de allí como fuese; por cualquier medio, sin reparar más que en mi propia seguridad personal.

A la mañana siguiente desperté demasiado tarde. Me extrañó aquel silencio que impregnaba toda la casa. De ordinario se mezclaban toda clase de ruidos en aquel hogar: La cafetera, la radio, eran dos sonidos matutinos que nunca faltaban, junto a las voces de Maxim y Matilde –su madre- además de los llantos de Michelle, la hermana pequeña. Y de pronto aquella mañana… nada. Nada de nada. Silencio sobrecogedor, total. Aparté las mantas cuidadosamente, intentando evitar el siseo, el ruido del edredón sedoso, resbalando sobre las sábanas. Me vestí con lo primero que encontré a mano, presa del peor de los presentimientos. Algo me decía que me fuese de allí rápidamente, sin hacer comprobaciones de ningún tipo, pero no hice caso a ese sexto sentido. ¡Pobre de mí! Traté de serenarme y no sacar conclusiones anticipadas por una vez, dada mi natural tendencia a exagerar las situaciones. Mis compañeros de estudios siempre decían que era muy fantasiosa.

Bajé las escaleras con cuidado y me acerqué a la cocina, y entonces los sorprendí a todos, tal como eran: enormes crustáceos como cucarachas gigantes, manipulando una fuente llena de vísceras, a saber de qué o de quienes serían. Su visión revolvió mis tripas por completo y una arcada gigantesca que no pude controlar les anunció mi presencia. Se volvieron a mirarme, amenazadores, con sus colmillos llenos de baba, los largos apéndices extendidos hacia mí, y ese gorjeo, esa succión, que ya había oído…Fue entonces cuando cogí las botellas del aparador, ron, ginebra, lo que quiera que hubiese, rocié todo lo que había a mi paso y solamente me volví al final: justo antes de sacar el encendedor y mandar a aquellas diabólicas criaturas al infierno.

La dehesa del campanario

Cuentan que el lugar está maldito. Fui advertido en su momento,  pero  no  quise   dar crédito a esa clase de fabulaciones. Al llegar a la dehesa la noche se me echó encima, pero en ningún momento sopesé la opción de tomar la ruta alternativa.

-“Detente antes de llegar a la dehesa del campanario”- habían sido las instrucciones de Dora. –“De ningún modo se te ocurra intentar atravesarla, dicen que es imposible salir de ella pasada la medianoche.”

Bien amigos, a día de hoy puedo decir que soy uno de los pocos (si es que hubo alguno) que se atrevió a cruzar la dehesa del campanario de noche y puede contarlo,  aunque  en honor a la verdad no puedo decir que me alegre de haberlo hecho; es más, ni por todo el oro del mundo me adentraría otra vez en ese terreno, no señor, ni a plena luz del día.

Soy consciente de que los hechos que voy a narrar no se ajustan a lo que  comúnmente consideramos verídico, ni se rigen por los parámetros de la normalidad, pero ahora  que me adentro en los parajes de la vejez y nada de lo que cuente alterará  el  curso  de   mi destino, voy a contar lo que vi en aquel campo maldito, para sumarme a las voces  que se oponen a la construcción de una urbanización  en dicho terreno, pues  de  llevarse a a cabo el citado proyecto   la ruina y la   desolación reinarían sobre el lugar y mi conciencia no me  permitiría  descansar, ni  siquiera en la tumba, si no intentase impedir tal aberración.

La noche de los hechos tenía prisa. No tuve en cuenta para nada las recomendaciones de Dora. Yo era por aquel entonces  un  joven  descreído, seguro de mi mismo y en  pleno vigor de mis facultades físicas y psíquicas. Se Puede  decir que nada me amedrentaba.

Quería llegar a la feria del ganado que se celebraba al día  siguiente en Peñalba y a lomos de mi mejor caballo creía dominar el terreno. Ignorar la ruta de la dehesa y tomar el otro camino hubiese supuesto un retraso de no pocas horas y había quedado con mi amigo Lucas en la taberna “La ribera” a las diez de la mañana. Pensaba detenerme en casa de Sara lo justo para retomar nuestros “juegos de alcoba” en el punto en el que lo habíamos dejado el mes anterior – ante la imprevista llegada de Marco, su hermano- después de una cabezadita tomaría un frugal desayuno para llegar a tiempo a la cita con mi amigo, con él que pensaba visitar la feria. No obstante, todos mis planes se los llevó el viento en aquel maldito paraje. Tan pronto como me adentré en el terreno tuve la extraña sensación de que me perseguían y al frío intenso de la noche se unió un creciente rumor que fue turbando mi entendimiento. Creí oír voces de niños, colándose a través de los árboles y los senderos, llamadas inquietantes que parecían repetir dos nombres alternativamente: “¡Isabel…!”, “¡Rodrigo!”…Algo debió también de sentir mi caballo pues cambió el trote regular que llevaba y pareció vacilar.

–“Vamos, Chispa, no me falles ahora –exclamé con desaliento, palmeándole en el cuello –sigue adelante, campeón.”

Era de noche cerrada y lamenté haberme adentrado tanto en la dehesa. Estaba sopesando volver atrás cuando el resplandor de varias luces que parecían acercarse me sobresaltó. Repentinamente las voces cesaron, así como todo sonido. Se diría que hasta el viento se había detenido. Podía ver el vapor gélido de mi respiración y el resoplido de mi caballo, que detuvo su paso completamente. Fue entonces cuando la vi. Envuelta en un resplandor indefinido, caminaba descalza y completamente desnuda, su larga melena dorada le llegaba hasta la cintura. Portaba un cántaro de porcelana al hombro.

”Isabel…” su nombre fue susurrado en mi oído nítidamente, mientras la vi aproximarse a un árbol bajo el que pude descubrir un terrible hallazgo:  el  cadáver  de  un  joven delgado, de rizos negros y tez muy blanca. “Rodrigo…”susurraron de nuevo en mis oídos las voces misteriosas.

Paralizado, contemplé la escena con total estupor. Isabel, pues tal era el nombre de la hermosa joven según me fue dado conocer, se aproximó al joven lentamente, se arrodilló ante él y procedió a llevar a cabo un ritual de lo más enternecedor: recogiendo su larga melena hacia el lado derecho, la  introdujo  en  el cántaro de agua, la enjugó brevemente y se dispuso a asear el cadáver del joven con ella, a modo de toalla improvisada. Lenta y armoniosamente fue recorriendo el cuerpo lleno de traumatismos del joven, que parecía haber sido víctima de algún ataque animal o paliza, quien sabe si de ambas cosas, a juzgar por las numerosas contusiones y heridas que presentaba.  La joven fue enjugando metódicamente su rostro, torso, vientre, brazos y piernas para, posteriormente, colocarle de espaldas y proceder de nuevo al extraño rito, en una sucesión interminable de enjuague y unción que trajo a mi memoria el conocido capítulo de la biblia, en el que el nazareno es ungido también por los cabellos de una mujer. Me hallaba yo contemplando la escena  en  estado de trance  cuando sentí ceder a  mi caballo. El animal se fue echando a tierra lentamente, como si   pretendiera   arrodillarse.  Salté  de mi montura con el tiempo justo de ver al equino estirarse  completamente en  el suelo para no levantarse más. Mi pobre caballo había caído muerto a causa de la conmoción. Preso de un terror indescriptible miré a mi alrededor con angustia y no vi ya rastro de la escena anterior. Los jóvenes – el cadáver y  la bella muchacha que lo ungía – habían desaparecido. Las primeras luces del alba se filtraban entre los árboles. Más allá del final de la dehesa, a pocos kilómetros, se extendía el pueblo de Peñalba. Avancé como pude,  pese a la escasa fuerza de mis temblorosas piernas, con un único pensamiento en la mente: salir de allí. Cuando enfilaba ya por el sendero que lleva a Peñalba, pude oír claramente el sonido de unas campanas que parecían tocar a muerto.

–¡La dehesa del campanario!…¿Y dices que la has cruzado de noche? ¡Tienes suerte de seguir vivo! –Anunció mi amigo, con el semblante demudado cuando se lo conté.– Cuentan que un tal Rodrigo encontró allí la muerte a manos de unos secuaces contratados por el padre de la muchacha de la que estaba enamorado, Isabel, creo que se llamaba la joven a la que pretendía sin contar con la aprobación de sus padres. Dicen que  el lugar está maldito y que al alba se oye tañer las campanas que tocan por el pobre infeliz…

Las riendas de la vida

Durante muchos años he intentado ser lo que se denomina “un hombre civilizado”, pero no pude ocultar mi condición por más tiempo. Al final nuestra verdadera naturaleza siempre acaba por imponerse.

Pasaré a relatarles los hechos tal como se dieron en mi vida o por lo menos tal y como yo los percibí. Soy muy consciente al relatar mi historia de que, si bien ahora la inmensa mayoría de las personas me toma por un salvaje, después de oír lo que voy a contarles, es seguro que me tomarán por loco, pero como en cualquier caso las etiquetas ni me van ni me vienen, la contaré de todos modos. Tan sólo quiero que sepan de antemano que ni busco ni necesito que se comprenda mi proceder en ningún momento y que el único fin que me mueve a dar explicaciones de mi conducta es el que ustedes mismos me exigen, pues veo que es la única forma de que me dejen en paz. Sepan que está será la primera y última vez que hablaré con cualquiera de ustedes, así que tal y como me han prometido, en lo sucesivo no vuelvan a molestarme, porque no hablaré más.

Intenté hacer vida marital con Marina pero me fue imposible. Este fue mi único gran error: casarme, pues desde el primer momento ella se empeñó en “sociabilizarme”, como solía decir, entendí pronto que lo que pretendía era no menos que «estupidizarme», así que al final me fui con él, que sí me comprendía.

Aproveché para traérmelo a casa un fin de semana en que Marina no estaba. Hacía tiempo que sus relinchos le molestaban:

–Ese maldito caballo está loco, no sé a qué esperas para deshacerte de él -decía, la muy ignorante.

Yo callaba, pues entendía claramente lo que el caballo me gritaba todas las noches:

–¿Cómo puedes soportarla? ¿Cuándo vas a venir conmigo?

Hube de pedirle paciencia, pues hasta en tres ocasiones intentó entrar en casa. Una noche le pillé intentando romper el pestillo de la puerta haciendo presión con sus herraduras.

–Si no te libero yo, siempre serás su esclavo  -dijo.

Creo que fueron estas palabras, tan duras y certeras, las que me decidieron. Pero, aunque el caballo y yo éramos amigos desde hacía tiempo, no estaba seguro del resultado que la convivencia con el equino podía acarrearme, por lo que me decidí a invitarle a casa de forma esporádica, en breves periodos susceptibles de prorrogarse si nuestro entendimiento era bueno.

Como digo aquel fin de semana en que Marina se fue (por un asunto familiar que no viene al caso) tuvo lugar nuestra primera prueba de fuego.

Yo estaba sumamente preocupado por las cuestiones físicas: cuánta cantidad de comida (fundamentalmente heno) le serviría estando en casa, de qué forma iba a improvisar un lecho que fuese lo suficientemente cómodo para los dos y otras cuestiones por el estilo; también me preocupaba el posible ruido, nunca había compartido mesa y techo con él y a juzgar por el temperamento  impetuoso que mostraba las últimas semanas, sabía que todo podía suceder. No obstante en cuánto llegó mis temores se disiparon.

– No te preocupes, te imitaré en todo. Los caballos tenemos el don de la adaptación. –Me dijo leyendo mis pensamientos.

Todo fue estupendamente durante aquellos dos días. Después de cenar nos tumbábamos en la alfombra y recostado sobre su lomo yo solía leerle en voz alta cuentos de mis autores favoritos; él me pedía una y otra vez que le leyese los cuentos de Poe, por el que sentía verdadera adoración.

El fin de semana pasó tan rápido que no tuve tiempo de reacomodarme a la dolorosa realidad de mi existencia. El monstruo marino regresó. Sí, ya sé que les parezco cruel al nombrar de este modo a mi mujer, pero para mí era un ser abominable que ya no podía tolerar, no mostraba ni un asomo de sensibilidad:

–Toda la casa huele a animal. ¡A saber qué habrás hecho en mi ausencia! Cada vez te vuelves más raro… ¡a ver cómo puedes explicarme todas estas briznas de hierba que encuentro por todos lados!

Yo callaba mientras trazaba planes. Ya saben del dicho: Si Mahoma no va a la montaña…Pues sí, acabé yendo a pasar la noche al establo. Teníamos la dificultad de no poder encender la luz, viéndonos privados por tanto, de nuestras lecturas nocturnas. El haberlo hecho llamaría la atención de nuestros vecinos que, alarmados, podían acercarse de forma inoportuna.

Al final fuimos descubiertos. Fue durante las pasadas Navidades. Marina hizo la maleta y me dijo que no pensaba aguantar más el tufo de animal que yo despedía, que sabía que estaba mejor en el establo que con ella y que no pensaba regresar. El caballo y yo hicimos una gran fiesta. Le permití incluso relinchar a su gusto mientras yo tocaba el piano. Estábamos tan extasiados que no sentimos la llave.

Se pueden imaginar la escena que ambos componíamos. Estábamos ebrios de vino y de felicidad. El equino cantaba apoyado a dos patas sobre el piano, mientras yo reía de alegría. La familia de Marina no pudo entenderlo. Llamaron a emergencias con el fin de embutirnos en una camisa de fuerza. Entonces él se convirtió en Clavileño, aquel caballo que volaba, con la salvedad de que mi caballo no era de cartón, pasó veloz por encima de todos ellos y huimos al bosque.

Hoy por hoy, sólo turban nuestra felicidad los numerosos ojos que nos espían, cámara en mano, para captar una instantánea nuestra. Hasta han intentado venir con policías, para protegerme, claro. Nuestra especie es la única que protege a las especies de sí mismas, hasta el punto de llegar a asfixiarlas. Es por esto que me he decidido a contarles mi historia. Publíquenla, denle todo el morbo que quieran; ojalá sirva para que  algún día al ser humano se le permita tomar libremente el camino que elija. Valga este primer paso para que, en un futuro, cada quien pueda tomar sin miedo las riendas de su vida.

https://elrelatodelmes.wordpress.com/2013/06/18/las-riendas-de-la-vida-manuela-vicente-fernandez/

El color de la sangre

Las vistas desde lo alto del faro son impresionantes, la inmensidad del mar sobrecoge. Esa extensión de agua que parece no tener límites me produce vértigo. A mi espalda está la isla, pequeña y bien delimitada, el polo opuesto a ese horizonte inabarcable.

– He venido, estoy aquí. – Repito absurdamente–. Manuel no dice nada. Me tiende la mano y después me abraza. La cabeza sobre su hombro. Besa mis párpados, que saben a agua salada.

– No toca llorar. – Me dice, levantando mi mentón con su mano enorme, que es a la vez cálida y dura, curtida.

Si por mi fuese me quedaría en el faro. Contemplando el mar de día y las estrellas de noche, sé que parece un tópico al decirlo ¡suena tan poético! pero no he venido para disfrutar del paisaje. Me esperan otras cosas en esta isla, aunque lo peor de todo es el miedo. Esos demonios internos siempre acechantes que he venido para vencer, sin más armas que mi débil voluntad.

Manuel sabe a lo que me enfrento. Por la noche se me acercó mientras yo estaba insomne, apoyada en la barandilla de la torre.

– ¿No duermes?

– Tengo miedo.

– Eso no es nuevo, niña.

– ¿Por qué me has dejado venir?

Él levanta una ceja, sabe que pregunto por preguntar. Aún así, me responde:

– No me hubieses perdonado si te lo impidiese.

A la mañana siguiente salgo temprano mientras él duerme. Me he tomado ese brebaje bien cargado que mitiga las emociones del alma. Es una receta de la madre de Manuel, “la hierba que duerme el alma” le llama. Contiene el extracto de una planta extraña que no he podido ubicar en ninguna enciclopedia, pero  funciona, aunque en mi caso no llega a producir todo su efecto porque en mi alma “hay mucho que dormir”, pero algo hace. Por lo menos no tiemblo tanto.

El color de la sangre es el mismo para todos. Da igual que hayas nacido rico o pobre, en una metrópoli gigantesca o una isla reducida. Hace tiempo que ese color me duele. Ahora voy vestida de negro, sobre la arena blanca de la isla mi imagen, entre la bruma de la mañana, no puede ser más tétrica.

Apenas hay gente en el entierro. Yo quiero ponerme detrás de todos, ser la última, revestirme con una capa de invisibilidad. La he cuidado. Todo lo que pude hasta el final. Y justo ahora, que todo terminó me cuesta acompañarla en su último viaje. En el hospital ya era duro, pero aquí…En el último instante aparecieron los demás, los lazos de la sangre. Me vieron tan rota y descompuesta que se ofrecieron a realizar los últimos trámites. Durante este largo año que he pasado en la isla he tenido tiempo de reflexionar. De no haber sido por Manuel, por los minutos que viví a su lado en el faro, recargando mi energía con su ternura y estas vistas únicas, no hubiese podido. Después de hoy ni siquiera el refugio de sus brazos y estas vistas – las más hermosas que he contemplado- podrán retenerme. Si alguno de esos demonios interiores me sigue tomaré más dosis de la “hierba durmiente”, pero no vendré a su territorio para caminar por sus calles, mientras sus ojos invisibles acechan mis pasos tras las ventanas.

Cuando todos se van, después de los abrazos de rigor, quiero quedarme un instante. Les digo que me esperen fuera, que no tardo. Entonces me acerco más y deposito en su tumba la última dalia roja que aún tengo en la mano. “La sangre es más espesa que el agua”, me parece estar oyéndola. El lazo de sangre recubre los nombres de todas las lápidas, más de las que quisiera recordar. Por eso me voy, porque ya no me queda ningún lazo en esta isla y porque el agua de este mar ya no me parece más que de un color.

–Buen viaje –les digo, y me descubro diciéndomelo a mí también.

Un lugar bajo el sol

Aparqué el coche a la entrada del pueblo y me dispuse a cubrir a pie los escasos metros que distaban del cementerio. Al poco de echar a andar salieron a mi encuentro dos mastines ladrando acaloradamente, al tiempo que un silbido les llamaba al orden. El que parecía ser su dueño, un hombre de una edad entre los sesenta o setenta años, apareció tras un recodo del camino. Iba encorvado y portaba al hombro una azada.

-No tenga miedo, ya lo dice el dicho: “Perro ladrador, poco mordedor”.

Se me quedó mirando y frunciendo los ojos me preguntó:

-¿Busca algo? Lo digo por si necesita ayuda…

-No se preocupe, voy al cementerio. Ya sé dónde está –repuse, cortante.

Me miró detenidamente y, aunque hice ademán de proseguir, molesta por su escrutinio, su voz me detuvo:

-¿No eres tú la hija de Amparo Ribera?

-Yo soy –respondí escuetamente.

-¡La de tiempo que ha transcurrido! Te reconozco porque eres igual que tu madre, los mismos ojos, la misma expresión al hablar…

-Me voy. Se me hace tarde…-Interrumpí.

-Desde luego  -respondió- Con el cambio de hora ya se acerca la noche, y estar en el cementerio en un día como hoy…

Un día como hoy… Vísperas de fieles difuntos. Lo sabía bien. En la tumba de Amparo Ribera puede leerse una fecha: 1 de noviembre de 1990. Ese día no pude acompañarla a su última morada. No pude porque estaba en el hospital, rota por el accidente que tuvimos y por la conmoción. Acababa de descubrirlo. En su bolso había encontrado una carta que no llegó a enviar nunca. Su secreto mejor guardado. También el mío. Es por eso que no volví al pueblo nunca más. Hasta hoy. Cada año que me propuse venir me faltó el valor en el último momento. Por eso este año no pensé en el tema, hasta que hoy 31 de noviembre, arranqué el coche y vine. Sin pensar. Traigo la carta, oculta entre el ramo de flores artificial, que voy a dejar dentro de la vitrina que aísla su lápida. Está doblada en mil y un trozos diminutos, y asentada en la base del florero de porcelana de Sèvres que porta las flores. Otro ramo -natural esta vez- de camelias y dalias, sus flores preferidas, cuyo perfume inunda ahora mis sentidos, es el que deposito a los pies de su lápida.

“Querida m… ” no soy capaz de pronunciar la palabra. La palabra mil veces pronunciada, millares de veces, la más pronunciada. Duele, y no digo nada. Entretejida con su carta he dejado la mía, no hace falta decir más.

Deposito los ramos de flores –uno dentro de la vitrina, que cierro con llave, otro fuera, sobre la tierra aún húmeda por la lluvia de ayer- Acerco mis labios al cristal que protege el mármol  y me voy. Al cerrar la verja del cementerio alzo los ojos por inercia hacia la parte alta del pueblo. Se divisa la casa donde pasé mi infancia y mi adolescencia. No me preocupa el viejo, ahora me tranquiliza saberlo. No me importa quién pueda ser el otro. Quizá debiese importarme, pero prefiero no saberlo. Oigo en mi mente la voz del hombre con el que acabo de tropezarme: “Eres igual que ella…” una duda incipiente que no dejo transformarse en certeza, asoma por un instante antes de que la deseche al olvido. “No quiero más pasado.” Me basta con una certeza.

Eusebio estará ahora calentando la cena en su cocina de leña. Tal vez mañana, el hombre que caminaba encorvado le preguntará por mí, al no verme en la misa de difuntos, y él aparentará saber, formulará una excusa: “Tiene un largo camino hasta Salamanca y ha tenido que irse…” quizás el otro se formule varias preguntas más en su fuero interno. No me importa lo que hagan. Allá cada cual con sus asuntos. Este lugar no es el mío. Nunca lo ha sido. He dejado el pasado en él.

 

Mario Y Mr.hyde

Mario y Mr. Hyde (Manuela Vicente Fernández)

 

“Y si soy el mayor de los pecadores, soy también la mayor de las víctimas.”

Henry Jekyll en El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde

                                                  (R.L.Stevenson)

Testimonio de Mario:

La primera vez que le puse la mano encima a Nuria pasé tres días fuera de casa. Recuerdo que conduje como loco durante horas, pisando el acelerador a fondo y saltándome varios semáforos en rojo. Oía tocar el claxon a los conductores como si oyese llover. Me he preguntado muchas veces porqué la providencia quiso que no tuviese ese día un accidente, aunque es posible que, de haberlo tenido, se hubiese saldado con la vida de algún inocente y no con la mía. Tampoco me pararon en ningún control ni ningún radar registró mi conducción temeraria. Lo cierto es que tampoco ocasioné males mayores del que ya había cometido con ella.

Mi amada Nuria. Nada más verla supe que era un ángel del cielo. Hubiese dado entonces cuánto poseía por preservarla de todo mal. Ignoraba que debía preservarla de mí mismo, de este otro en realidad, que habita en mí y cuya presencia desconocía totalmente en aquellos momentos.

Nos casamos tan jóvenes, tan enamorados, tan llenos de ilusión que nada hacía presagiar el abismo que nos esperaba.

Hoy lo confieso: La adoraba tanto como me temía a mí mismo. Me había controlado siempre, pero sabía que habitaba en mí una bestia, porque la oía rugir, agazapada, pero siempre al acecho.

Nuria era tan hermosa, tan pura, tan perfecta que rozaba el límite de mi equilibrio mental. No soportaba la idea de perderla y esa idea crecía en mi interior avivada por cualquier comentario:

-¡Vaya esposa que tienes tío! Yo que tú no la sacaba de casa.

Estas bromas que suelen hacerse entre amigos me dejaban clavado. Llegaba a casa y su

angelical sonrisa despertaba mi ira.

Ella callaba. Callaba. Y eso era peor todavía. Porque no tenía una falta, una excusa para atacarla, más que su mera presencia.

Aquel primer día en que le puse la mano encima no pude parar. Ella estaba tan bonita…

¡Dios, no puedo soportarlo! Traía puesta una falda cortita que se había comprado en el mercadillo y una camiseta de tirantes ceñida que enmarcaba su cintura y la hacía parecer una muñeca.

-¡Quítate esa ropa inmediatamente! Le dije nada más verla. -Pareces una fulana.

-¿No te gusta? –Me preguntó con su cara inocente- Sus labios eran tan sensuales…

-¿Qué si me gusta que mi mujer parezca una cualquiera? ¿Es eso lo que me preguntas?

La insulté, la abofeteé y la continué abofeteando cuando se levantó. Cuánto más horrorizada era su mirada más la pegaba. No soportaba verme reflejado en ese espejo que eran sus ojos. No podía sino reafirmarme en la rabia ciega que me embargaba.

Paré en un club de carretera y me emborraché. Veía la cara de mi padre en el espejo del motel dónde pernocté. Cuando logré despertarme de la cogorza que llevaba veía al puto viejo. Se me había metido en la piel por algún resquicio que quedó abierto desde quien sabe cuánto tiempo atrás. No quería recordarlo. Durante años los recuerdos se enterraron en mi subconsciente sin que ninguna llave pudiese abrir la puerta que los franqueaba. Hasta Nuria. Nuria, me recordaba tanto a mi madre…

“El hombre es el único animal que termina matando lo que ama”. Leí en una ocasión.

Sé que nadie puede exonerarme de mi culpa. Sé que nadie puede creerme pero yo amaba a Nuria. Yo, no este perro salvaje que llevo dentro. Ese odia a todo el mundo, principalmente a mí mismo.

No debí volver a su lado. Debí irme para siempre. Debí hacer lo que voy a hacer ahora. Pero volví. Volví para matarla lentamente. Una y otra vez en cada golpe, en cada vejación.

Nuria leía el dolor en mis ojos:

-No me pegas a mí, Mario. Te estás pegando a ti mismo y lo sabes.

Ya dije que era un ángel. Me lo puso fácil. Nunca se resistió. Una noche me lo dijo:

-Estoy embarazada, Mario.

Pensar en un hijo mío con los genes del viejo me desesperó. Me emborraché hasta los tuétanos y volví a hacerlo, esta vez más fuerte, más y más. La llevaron al hospital, yo llamé a la ambulancia y me fui, dejé la puerta abierta.

No se despertó. A mí no me encontraron. Emitieron una orden de búsqueda. Nuria jamás me había denunciado. Nunca.

Ahora voy a reunirme con ella. El viejo me mira. Se ríe desde el puto espejo. Piensa que ha vencido. Pero su estirpe se acaba aquí. Yo soy su único hijo.

Sé que no van a cumplir mi última voluntad. Porque yo quisiera que me enterraran con Nuria. En su misma tumba. Junto a ella. Sé que no lo harán, porque piensan que soy su asesino. No saben que cuando encuentren mi cuerpo será el cuerpo del pobre Mario, el que amaba a Nuria, el que la adoraba, y no el monstruo asesino que la mató y cuya alma estará por entonces ardiendo en el infierno.

 

Nota: Este relato resultó ganador en la categoría Tema del mes: Confesión  ( noviembre 2013) otorgada por el blog de wordpress: El relato del mes, y forma parte de la antología de relatos El relato del mes 2013 editada por dicho blog en formato digital.

Una noche en la vida (Manuela Vicente Fernández)

¡Me dices que no se nada! Porque ahora me ves vieja, porque paso las horas en esta vieja casa, sentada en esta antigua mecedora, casi una reliquia, que me empeño en conservar. Ahora vivo, o más bien pervivo, en una especie de apartheid, aislada del mundo, casi en modo off, funcionando prácticamente por inercia. Pero no sabes que por mucho que el mundo cambie, por mucho que los soportes en los que el ser humano se mueve se modifiquen, en esencia contienen siempre a la misma especie, con sus controversias, sus debates internos, sus sentimientos, en eterno conflicto con sus intereses mentales. Puede que en un futuro cercano el ser humano vaya perdiendo gran parte de su humanidad para ir integrándose, poco a poco, en ese mundo tecnológico que tanto le subyuga, dando lugar a una nueva especie de androide cuya definición ya no podría precisar. Pero, hoy por hoy, mi nieta, mi pequeña e inquieta campanilla, aún puedo recordar y reconocer en ti a la adolescente que fui en su día.

Crees que mi vida siempre ha sido gris. Ni blanca ni negra. Como una línea continua, sin vaivenes, pero no, que no hay una existencia igual a otra, aunque aparentemente lo parezca. Crees que no conozco el deseo. Para ti las viejas somos todas unas beatas, aunque no vayamos a misa. Se bien que sólo puedes verme como una abuela. Pero si tienes un poco de tiempo para escucharme, ven aquí Campanilla, y te contaré algo que pasó hace ya mucho tiempo, en otra época, en la que tú ni siquiera existías, y en la que, sin embargo, yo me sentía más viva que nunca.

Oigo a mi abuela hablar, y algo me dice que esta vez debo sentarme a su lado. No creo que vaya a descubrirme nada nuevo, pero, aunque es casi tan vieja como el mundo, advierto que tiene los ojos brillantes y parece ansiosa por hablar, así que me siento a su lado, comprensiva.

–Tenía 32 años y llevaba casada con tu abuelo desde los 21. Era el verano del 69 y hacía un intenso calor, un calor húmedo, tormentoso, que hacía que se nos pegasen las ropas continuamente, a causa del sudor. Estábamos en casa de mis padres, porque era la época de la siega y habíamos ido para ayudarles. Tu abuelo aún estaba en los campos con la máquina cosechadora, y yo estaba ayudando a mi madre con la pensión que regentaba. Me había quedado sola al frente del negocio, mientras ella preparaba la cena para los trabajadores en la casa de al lado, dónde nos hospedábamos al objeto de no mezclarnos con los distintos huéspedes.

Recuerdo el sonido del timbre de recepción como si fuese ahora. En el vestíbulo había un hombre de unos cuarenta y pocos años, vestía tejanos desgastados y llevaba sombrero para protegerse del calor.

–Deme una habitación bien ventilada. – Me dijo. Clavando en mí sus ojos, de intenso color azul, como el cielo de verano.

Su voz abrió un vacío en mi pecho que me hizo sentir vértigo desde el primer momento. Sentí el sudor resbalando por mi nuca y los mechones de mi pelo soltándose de mi moño deshecho.

–En la habitación 13 estará bien. – Le dije–. ¿Trae mucho equipaje?

— No, sólo esta bolsa de viaje.

–Acompáñeme pues.

Subí delante de él, escaleras arriba, sintiendo la falda pegárseme a los muslos por el intenso sudor.

–¿Es siempre tan extremo este clima?

–No. Este año tenemos un verano fuera de lo habitual. Hace una ola de calor que nos tiene asfixiados. ¿No conoce esta zona?

–No. Soy del condado de A. Estoy de paso por estos lugares. He dejado fuera mi furgoneta, bajo los árboles, me pareció un buen lugar.

–Sí, no hay ningún problema.

Era un completo desconocido y sin embargo, sentía una extraña sensación de familiaridad, como si desde siempre hubiese estado esperando el momento de encontrarle. Era un sentimiento muy extraño. Me sentía acobardada, sin razón alguna que lo justificase. Mi corazón galopaba acaloradamente y todo a mi alrededor parecía dar vueltas. Comencé a frotarme las sienes, al objeto de intentar despejarme, ¿era posible tener alucinaciones con una temperatura tan alta?

–¿Le duele la cabeza?

–Sí, es por la tormenta.

–Masajes con agua fría le sentarán bien. Si quiere puedo ayudarla. Soy técnico A.T.S. .Mi madre sufría de intensas migrañas.

–No se preocupe, estoy bien.

–Es una buena habitación. –dijo contemplando las vistas desde la ventana. ¿Hace mucho que trabaja aquí?

–Es un negocio familiar. Mi marido y yo sólo estamos pasando unos días…–Exclamé recalcando la palabra “marido” absurdamente.

–Su marido… –repitió mirándome lentamente, como si me estuviese desvistiendo con los ojos. Bien, me gusta.

-¿Cómo dice?

– La habitación, es espaciosa y ventilada. Creo que me sentiré cómodo.

Asintiendo con la cabeza salí apresuradamente, intentando aparentar una normalidad que estaba muy lejos de sentir.

Te cuento todas estas nimiedades, Rebeca, porque nada de lo que estaba sucediendo era normal para mí, aunque se revistiese “aparentemente” de absoluta rutina. Me encontraba agitada en grado sumo, sentía mi pulso palpitándome en las sienes y podía oír el latido de mi corazón tan intensamente que creía estar a punto de enloquecer.

Yo era a mis 32 años una mujer moderadamente feliz. Tenía a tu madre, que contaba ya con 10 años y al pequeño Fred de 6. Ambos se habían quedado al cuidado de los abuelos paternos. Entre tu abuelo y yo todo estaba bien y sin embargo…la sola presencia de aquel hombre desconocido me agitaba las entrañas, ¿Por qué? ¿Puedes hacerte cargo, Rebeca, de mi desazón en aquellos momentos?

Me había casado enamorada de tu abuelo. Nuestro amor era un amor tranquilo, dulce, sosegado, como había sido mi vida hasta ese momento. Lineal, como tú la definirías. No había conocido otro hombre, ni había sentido nunca necesidad de ello. No me consideraba una mujer frívola ni voluptuosa y sin embargo…

La labor del campo trajo a los hombres extenuados al caer la tarde, y mi madre me pidió que me quedase de guardia esa noche para atender la pensión mientras ella atendía al resto de hombres y mujeres que habían venido para ayudarles. Estaban todos mis tíos, y alguna de mis tías también, por lo que la velada se prolongó hasta muy tarde en la casa que poseían mis padres al lado de la pensión. En aquel momento había muy pocos huéspedes en la posada, pero mi madre nunca los dejaba solos, por lo que pudiese surgir. A la hora de servirles la cena se acercó Margaret, mi hermana mayor, que me ayudó a servir las mesas. Las dos, junto a nuestra fiel Anna, que trajinaba en los fogones, nos bastamos para atenderles.

Cuando llegué a su mesa me preguntó:

–¿Qué tal esa jaqueca?

–Estoy un poco mejor.- Le dije, mintiendo completamente, pues el dolor parecía arreciar cada vez con más fuerza en su presencia.

Al servirle la sopa mi pulso tembló.

–No se encuentra bien.– Me dijo-. Por favor, deje que la ayude. Ya me sirvo yo, descanse un momento a mi lado.

–De ninguna manera señor…

–Thomas. Me llamo Thomas.

–Bien… yo soy Laura.

Al acabar la cena Margaret se despidió. Thomas continuaba en su mesa. Cuando el último huésped se despidió se levantó y se acercó diciéndome:

–La invito a un café. Le sentará bien tomarlo fuera, al fresco, en el porche.

–Lo siento, no podría aceptar aunque quisiese.

–¿Por qué no?

–Yo…, fuera, a la vista de todos… No estaría bien. –Dije en un alarde de espontaneidad del que me avergoncé al momento.

–Entiendo. Tomemos el café en mi habitación entonces.

— Está usted bromeando, supongo…

–No. –Dijo, escueto, mirándome a los ojos en una especie de reto.

Extremadamente nerviosa hice ademán de irme, pero su mano me retuvo.

–Laura, ven conmigo, será sólo un momento –Afirmó decidido, tan dueño de sí que no pude resistirlo.

Iba como en trance delante de él. Sin voluntad ni claridad de pensamiento.

El calor hacía que transpirase por cada poro de mi piel. La tensión iba en aumento sin remedio y mi cabeza parecía a punto de estallar.

–Siéntate en esta mecedora mientras cojo un poco de agua. – Me dijo, al llegar a su habitación.

–¿La mecedora?– interrumpo por primera vez a mi abuela sin poder contenerme.

–Sí, Rebeca. Esta mecedora. ¿Entiendes ahora por qué me resisto a renunciar a ella?

Me callo, completamente atónita. Porque ahora ya no estoy viendo a mi abuela de 80 años con su moño blanco y su cuerpo encogido, sino a una joven insegura, esperando a que Thomas se acerque…

–Traía una toalla empapada en agua fría y con sus bordes masajeaba delicadamente mi nuca, una y otra vez. –Prosigue, retomando el hilo de su relato– Un hilo de agua resbaló por mi espalda, estremeciéndome. Sus manos aflojaron los botones de mi blusa y sus labios resbalaron por mi cuello mientras yo cerraba los ojos, vencida.

Esa noche no fui yo, no era Laura. No sé quién era él. Quiero creer que conmigo fue distinto. Que no fui una mujer más en otra noche. En sus brazos me sentí viva por primera vez. Sabía, sin embargo, que no habría otra vez y que, de haberla, no me sentiría igual, porque era precisamente esa certeza la que me hacía sentir como sentía. Hay cosas que son irrepetibles en la vida, Rebeca, y si no las tomas sin preguntar cuando llegan, te quedas sin ellas para siempre.

No hablamos una palabra en toda la noche y sin embargo nuestros cuerpos se lo dijeron todo. No dormimos ni un instante para arañar al tiempo todos los segundos. Al rayar el alba depositó en mi mano un objeto: una cruz, lisa, de oro, con una T en su parte posterior. Esta que llevo siempre conmigo.

Mi abuela mete la mano por entre los pliegues de su blusa y me muestra una cruz que miro con ojos asombrados, como al testigo de la historia increíble que acaba de contarme.

Le conté a tu abuelo que me la había encontrado. Tiempo más tarde, cuando me atreví a ponérmela. Tampoco me hizo preguntas porque creía en mí ciegamente. Sólo se vive una vez, Rebeca, por lo menos esta existencia. Quise a tu abuelo con todo mi corazón y no creo que mi falta desmerezca ese amor. Ni un solo día me arrepentí de lo que viví esa noche porque, en la balanza, pesa tanto como el resto de mi vida.