Cuando soy una extraña en mi país y en mi tierra, abro una puerta en la pared y me escapo. Es muy sencillo, aunque ya se que lo difícil es ser sencillo, pero si no pienso en ello me sale. Lo hago cuando estoy harta de los desencuentros, porque se que si espero voy a comenzar a hablar sola, acelerar el paso y a no contestar a los saludos. No es que me importe especialmente que me tomen por loca, visionaria o rarita, sino que necesito que me dejen en paz, que dejen de llamarme a gritos o de preguntarme adónde voy. Si dispongo de tiempo pinto la puerta con detenimiento, le pongo hiedras y guirnaldas en el dintel, con todo lujo de detalles. Pero hay veces en que tengo el tiempo justo de dibujarla a toda prisa para escaparme, como hoy mismo, que tuve que trazarla antes de llegar a casa, justo al salir del bazar del barrio (el único que hay) y encontrarme por tercera vez consecutiva con el loco “oficial” del pueblo, el único que sigue estable e incluso ha mejorado con los años. Fue al ser consciente de este último pensamiento, cuando busqué instintivamente un espacio para improvisar mi puerta. Justo al otro lado de la calle había un muro liso y blanco, perfecto para mi objetivo. Creé mentalmente una puerta amplia, redonda, de fácil trazado y la crucé preguntando:
-¿¿Hay alguién ahí??