La vida en el balcón

A veces una rama tiene que hacerse árbol,

encontrar el camino hasta llegar al suelo

reiniciar su sistema, anclarse en el sustrato

que estructure su forma y alimente su fuerza

y las cosas suceden a modo de milagro:

el árbol nace y crece igual que cualquier otro

aunque antes no lo fuese.

Pasa el día y las nubes mientras te quedas quieta,

asomada a la vida como un punto pequeño

-mujer en un balcón entre las muchas casas-

Y una adquiere de pronto conciencia de esa gota

que ensancha su camino absorbiendo moléculas

de otras gotas de agua,

advierte la humedad en sus dedos de musgo

mientras crece la hiedra debajo de las manos

sabe que es mediodía por esa quemadura

que a través de las nubes deja el sol en la espalda,

y las cosas adquieren otro brillo de pronto,

ensanchan sus contornos, realzan sus contrastes,

y descubres finísimos hilos que las recubren,

las ves desde otro ángulo

y ya no te recuerdas sin verlas como ahora

porque eres tú y no eres

la mujer que se asoma y la que está mirando.

La vida es un mensaje que discurre escondido

en la escarcha de un día de diciembre

en la taza de ese café con leche que has dejado enfriarse.

Y es por eso que una es reloj que resuena

contando los segundos, despidiéndose siempre:

momento tras momento.

Instante tras instante.

 

Poema publicado en la revista de Valencia Escribe en el número de  Marzo 2020

Revista Valencia Escribe

 

 

 

El lobo y la pitonisa

El lobo, que llevaba varios días sin comer y estaba desesperado, encontró una moneda cerca de la casa de la pitonisa y decidió probar suerte.

―Por favor, dime dónde puedo encontrar comida ―suplicó a la adivina.

―Solo puedo decirte lo que veo ―respondió esta― y lo cierto es que te veo engullendo seis cabritillos.

―¡Loado sea el dios de los lobos! –exclamó el animal, aliviado.

―No cantes victoria antes de tiempo, lobito ―terció la bruja―. En mi bola de cristal aparece la madre de los cabritos abriéndote el vientre con una tijera para sacar a su prole; saca a sus hijos y te llena la barriga de piedras.

―¡Ay, infeliz de mí! ¡dejarme matar por una torpe cabra!

―Son las piedras. Tú estás dormido y al despertar vas a beber al río y te caes con el peso que llevas.

El lobo salió de la consulta de la adivina cabizbajo pero, al llegar a un cruce, oyó a mamá a mamá cabra decir a sus cabritillos:

―Salgo a la compra. Hijitos, no abráis la puerta a nadie, que anda cerca el lobo feroz.

El lobo sopesó la oportunidad que se le presentaba y pensó que, visto el final de la historia, mejor que morir de hambre era morir lleno.

 

Manuela VF 

Cuento publicado originalmente en La Pajarera Magazine  El lobo y la pitonisa

(Ilustración tomada del Magazine)

#Desmontando cuentos

Rutinas

El ala de tu beso es un ala que suena

igual que esas viejas cometas

que llevan tiempo guardadas

y parecen crujir al desplegarse.

Me besas y me llevas

presa en tu boca hasta mediodía

como esas letras que se caen de los renglones

y aparecen raídas en los bolsillos

cual migas diminutas.

En la comisura de tus labios resbalo

hecha un hilo de sueño

que tu animas

despiertas, muerdes, buscas

para llenar los huecos de las horas

como pasta de chicle, nicotina,

caramelo de café con leche

que baila lentamente en tu lengua

día tras día.

El ala de tu beso es un ala quebrada

que atestigua el recuerdo de mi fuga.

 

Manuela Vicente Fernández ©

 

Poema publicado en la revista Valencia Escribe, en el Número de Enero 2018

Valencia Escribe

 

 

 

 

Novio prestado

 


En mi tierra es costumbre que la novia lleve algo prestado el día de su boda. Habiendo anunciado mi casamiento, como no tenía ninguna carencia, pedí a una de mis mejores amigas que me prestase a su novio. Después de todo, solo lo necesitaría un rato, justo para la ceremonia. Mi amiga se enfadó y rechazó acudir como invitada, por lo que, para que no se sintiese desplazada, acudimos de común acuerdo que ella fuese nuestra madrina.

Microrrelato publicado en la revista Valencia Escribe en el número de diciembre ‘ 2017

 

Revista Valencia Escribe

 

 

 

 

 

 

 

Peldaños

 

Herminia se hacía vieja. Lo notaba cada mañana en la rigidez de sus rodillas, que tardaban una eternidad en ponerse en marcha. Soy como un coche que no quiere arrancar, se decía. Durante más de cuarenta años había ayudado a traer vidas al mundo, desenroscando cordones que amenazaban con estrangular al bebé antes de que éste pudiese asomar su diminuta y viscosa nariz; insuflando aire en los diminutos pulmones que aún no habían aprendido el arte de respirar; frenando hemorragias y atajando fiebres postpartos con igual diligencia; pero ahora, ahora que sus huesudas manos apenas se limitaban a limpiar frejoles y a encender la estufa de leña, se daba cuenta de que no tenía ni un mísero hombro en el que apoyarse. Nunca antes Herminia había sentido ese vacío en su costado derecho; ni las sábanas, en mitad de la noche, se le antojaran nunca tan frías; ni el maldito escalón, que daba entrada a la cocina, le había parecido nunca tan alto, tan cruel con sus torpes piernas. ¡Este mal peldaño me va a desarmar cualquier día! maldecía, mientras iba desandando a tientas, en completa oscuridad y sin guía, el camino que, otrora, se había esforzado en abrir para tantos.

 

Fuente de la imagen: tiendaanimal.es

Peldaños (Texto publicado en la revista Valencia Escribe/ Noviembre 2017)

A un tiro de piedra

Sucedió un aciago día de invierno. Digo lo de aciago porque en clase de lengua justo acabábamos de descubrir que esta palabra significa infeliz, infausto. Con nuestras mochilas a la espalda retomamos el camino hacia el pueblo y al llegar a la mitad del trayecto, cuando ya se divisaban las casas blancas con sus chimeneas tiñendo el cielo de gris, nos dimos cuenta de que faltaba Elvira, la más pequeña de los hermanos. Fue Tomé el que dio la voz de alarma y todos arrojamos las carteras al suelo para volver tras ella. La llamamos a gritos y nos dividimos para buscarla. Entre los cuatro, peinamos toda la zona y no dejamos arbusto sin rastrear, pero no encontramos señales de Elvira. Siempre había sido una niña distraída, y era tan delgada que casi podía verse a través de su cuerpo.

Llegamos a casa desconsolados, llorando a moco tendido. Papá, que sintió nuestro llanto, nos salió al encuentro desde el cobertizo, llevándose las manos a la cabeza al notar la ausencia de nuestra hermana.
ꟷ¿Cómo pudo pasar esto? ꟷNo hacía más que preguntar.
Aquella noche, alguien tiró una piedra a los cristales de mi ventana:
ꟷNo se lo digas a nadie, Juan ꟷpidió una niña tan transparente que a través de ella pasaba la luz de la luna— solo quería jugar a ver si me encontrabais, pero ni yo misma pude hallar el camino de vuelta.

Microcuento publicado en el Nº3 de la revista El Callejón de las Once Esquinas

El día dos de cada mes

El día dos de cada mes, Asunción Buenaventura salía del cuadro, se sentaba con Don José al calor de la vieja estufa, y fumaban puros «Don José Correa» hasta que se les nublaban los ojos del humo y el cuerpo les pedía juerga. Entonces, como en un ritual acordado de antemano, Asunción se iba despojando de la ropa y Don José saboreaba cada trozo de carne que iba dejando al descubierto. Nunca se preguntaron por qué se juntaban siempre en día dos ni querían saberlo. El resto de los días, Don José se conformaba con aparecer de perfil en cada uno de los puros, y Asunción con decorar la pared de la vieja fábrica.

                                                                      MVF©

Microrrelato seleccionado por la editorial Ojos Verdes Ediciones para integrar el volumen de Microrrelatos de Realismo Mágico EL Legado de Gabo, en homenaje al escritor Gabriel García Márquez.
Publicado en la revista Valencia Escribe (01/05/2017) https://www.yumpu.com/es/document/fullscreen/58321161/ve-33-mayo/26
(Imagen de origen: lysia.l.y.pic.centerblog.net/o/9d575f9a.jpg)

El mural

No tuve ocasión de tratarle y cuando lo conocí  ya no era el de los viejos tiempos. Se había quedado solo y malvivía entre las ruinas de una antigua edificación, víctima  de esa enfermedad surgida en los años ochenta que causaba estragos entre los que se enganchaban al oro líquido, esa infernal amante que los volvía ciegos, sordos y ajenos a todo cuanto no fuese  su mortal espejismo.

Hoy, cuando hace más de veinte años que encontraron su cuerpo entre los desperdicios y el abandono, con la única compañía de su última jeringuilla, me ha asaltado su recuerdo de improviso al doblar una calle y encontrarme de frente con el mural que pintó apenas un año antes de su muerte.  Las letras, de igual tamaño y forma, con una leve inclinación, perfectamente simétricas, guardan  testimonio del arte de quien las pintó.

Quintero, al final de su vida podía no ser el que fue, pero su espíritu seguía guardando la proporción y la esencia de los que nacen diferentes, con un extraño don. Detenida ante la magnitud de aquel sencillo, pero magistral anuncio, contemplé admirada los trazos sobre el muro lateral de la fachada: Matías Rodríguez ― Carpintería ―Leí―. Completaba la inscripción un dibujo hiperrealista de un armario, con sus cajones y espejo y,  al lado, un teléfono con una serie de números digitales, perfectos en todos sus ángulos. Bajo el anuncio una pequeña firma, escueta, pero muy personal:

Quintero.

 Ninguna letra clásica. Ninguna de imprenta. Pero todas ellas dotadas de su propia peculiaridad. Recordé mis estudios de grafología, y leí en cada una rasgos del extraordinario artista que tan poco tiempo nos había acompañado, y del que apenas se conservaba más testimonio ni recuerdo que aquel mural.

Letras desligadas, sin sus palos laterales, me hablaban  del desapego de su portador.  La N, interrumpida en la mitad de su curva, señalaba su falta de apoyo y respaldo, al tiempo que la R, puntiaguda, como saeta, mostraba su carácter contradictorio, reflejado igualmente en la barra ascendente de la T y en la extraña O que, en forma de rombo, daba muestra de una personalidad fuera de lo común, creativa y singular.

El ruido de una sirena me sacó de mi ensoñación y caí en la cuenta de que había pasado un buen rato mirando el letrero. Soplaba un viento frío y tenía los ojos empañados. Recordé hacia dónde me dirigía y los recados que tenía pendientes.

¡Quintero!

Pronuncié su nombre en voz alta y, soltando un bufido, arrojé de un puntapié contra una esquina una lata de cola que me estorbaba el paso en la acera.

 

Texto publicado en la revista Argentina Extrañas Noches- Literatura Visceral:

http://www.revistaextranasnoches.com/single-post/2017/04/01/El-mural

Madre Naturaleza

 

http://2.bp.blogspot.com/_eaRLWWSD66w/TMX04C-K11I/AAAAAAAAFl8/JeAAItxqVAg/s1600/piano+(1).jpg

Todas las tardes le oía tocar al piano.  Desde su piso subían al nuestro, como efluvios de otra época, las melodías, siempre clásicas, que interpretaba. Ante mis ojos de dieciséis años, un misterioso músico de veintitantos que vivía solo y entraba y salía a su completo antojo, era el sumun de la libertad. Estaba en esa edad en la que mi cuerpo florecía ante mi propio asombro, despertándome del dulce letargo de la infancia para arrojarme a un mundo de sensaciones, olores, y estremecimientos, que desconocía. Palabras como virginidad, orgasmo, varonil, o enamoramiento, bailaban sobre las lecciones de gramática o los libros de lectura del instituto. De repente, todo olía a sexo, a juventud, a prisa; olores que intentaba ocultar con el desodorante de después de la ducha, la colonia de fresa de la droguería, o los kilos de laca fuerte que aplicaba por capas en mis cabellos. Y, en medio de esa algarabía, abriéndose paso entre el  atropellamiento general, las notas de su música  se colaban cada tarde hasta la última célula de mi cuerpo, haciéndome notar su presencia.

El día en que, siguiendo las notas musicales, tuve el coraje de llamar a su puerta, fue el día en que la naturaleza no aguantó más con el asunto. Mamá había salido con prisa a casa de la abuela Inés que, en uno de sus habituales despistes, se había dejado el grifo abierto y navegaba en barca por la cocina,  no sin antes pedirme que me ocupase de tender la colada que ella había dejado a medias al atender al teléfono. Fue precisamente mientras tendía la ropa, cuando el azar tejió los hilos que me llevaron hasta su puerta. El sujetador de mamá resbaló de mis dedos hasta caerse encima de sus cuerdas, justo debajo de las nuestras. Horrorizada de ver, entre sus finos suéteres de algodón, aquel sujetador de vieja, con aquellas enormes copas de color carne que parecían hechas para contener pelotas de agua, me debatí entre la vergüenza de reclamar la prenda o asumir el bochorno de que la descubriera. De  cosas como estas se hacen montañas a los quince años, cuya resolución pasa casi siempre por recabar segundas opiniones, por lo que opté por llamar a Flora, una de mis amigas más íntimas, para preguntarle:

    

    -No seas tonta, baja a pedirle la prenda. Es la excusa perfecta para platicar con él―me dijo, divirtiéndose con la situación―   eso sí, asegúrate de decirle que es de tu vieja, no vaya a creer que  también usas bragas hasta el ombligo.

 

Enfadada por la desfachatez de mi amiga, colgué el teléfono enviándola a freír morcillas, pero, después de pensarlo un rato, decidí que era mejor tomar el toro por los cuernos y asumir la vergüenza. Después de todo, puede que no tuviese muchas más oportunidades como ésta.

Cuando abrió la puerta me quedé muda un par de minutos. Hacía calor y salió a abrir con la camisa abierta y unos vaqueros viejos medio desabrochados. Al darse cuenta de mi azoramiento, sonrió burlonamente abrochándose un par de botones.

―Hace calor, y la ropa solo es un estorbo –dijo.

―Sí, claro ―respondí a media voz, sin saber cómo decirle a continuación que venía a buscar el sostén de mi madre.

―¿Querías algo? ―fue su lógica pregunta.

―Esto, sí… yo… bueno, es que se me ha caído una prenda a tus cuerdas al tender la ropa.

―¿Una prenda? ¿Cuál es?

―Bueno, si no te importa y me dejas pasar a recogerla…

Con un curioso gesto que era a la vez de interrogación y sorpresa, se apartó del umbral a la vez que hacía un ademán de paso con sus manos:

―Como gustes, vecina. Al final del pasillo a la derecha.

Sabía que me seguía y, por un momento, pensé que podía oír el atronador latido de mi corazón amenazando con escaparse de mi pecho.

Cuando me vio estirarme para alcanzar el sujetador que  había quedado enredado entre dos de las cuerdas, me ofreció su ayuda:

―Espera, no vayas a ser tú la que se caiga ahora. Déjame a mí.

Tras un lapsus de tiempo que se me hizo eterno, me entregó la prenda sonriendo pícaramente:

―Siempre he pensado que estos sujetadores valdrían de alforjas para las balas de cañón.

―Bueno, ya sabes es de…

―Tu vieja. Claro que lo sé. No necesitas decírmelo. No hay más que verte ―respondió mirando directamente a los botones de mi pechera.

Roja como la pulpa de las sandías, di media vuelta bruscamente para marcharme, cuando sentí que me tomaba del brazo.

―Escucha, no he querido ofenderte. Al contrario, me pareces una joven muy dulce…

―Me gusta mucho como tocas al piano ―me sorprendí diciéndole.

―Quédate un rato y podrás oírme en directo.

Ese rato se convirtió en toda la tarde. Toda la tarde llena de sus manos. Sus manos en el piano y en mi cintura. Sus manos arrancando de mi cuerpo otro tipo de música. Sus dulces manos, enseñándome el camino a un mundo lleno de contrastes, que salía a recibirme entre las notas musicales y el anticuado sujetador de mi madre.

Relato publicado en la Revista argentina Extrañas Noches -Literatura visceral- (01/03/2017)

Enlace a la publicación:

http://www.revistaextranasnoches.com/single-post/2017/04/01/Madre-Naturaleza

http://www.revistaextranasnoches.com/inicio-1/author/Manuela-Vicente-Fern%C3%A1ndez

Imagen:http://2.bp.blogspot.com/_eaRLWWSD66w/TMX04C-K11I/AAAAAAAAFl8/JeAAItxqVAg/s1600/piano+(1).jpg

Hallazgo

Me encontraré conmigo, un día de estos,

al doblar la esquina de una calle cualquiera,

en cualquier momento imprevisto;

justo cuando haya dejado de buscarme,

cuando sea algo más que esa íntima desconocida

que camina sin rumbo y sin descanso,

perdida ya la brújula y el norte

descansando en mis ojos desnortados.

Me encontraré conmigo en el reflejo

de un charco no esquivado,

y tendré esa visión inesperada

de encontrarme mirando

reconociendo en mis ojos otros ojos,

otro rostro en el mío dibujado,

y palparé en mis manos otros dedos

y escribiré con ellos que me he hallado;

Un día de estos, cualquier día

daré conmigo en cualquier lado.

 

Poema publicado en el número 29 (Enero 2017) de la revista Valencia Escribe:

https://www.yumpu.com/es/document/fullscreen/56611987/ve-29-enero/24