El mural

No tuve ocasión de tratarle y cuando lo conocí  ya no era el de los viejos tiempos. Se había quedado solo y malvivía entre las ruinas de una antigua edificación, víctima  de esa enfermedad surgida en los años ochenta que causaba estragos entre los que se enganchaban al oro líquido, esa infernal amante que los volvía ciegos, sordos y ajenos a todo cuanto no fuese  su mortal espejismo.

Hoy, cuando hace más de veinte años que encontraron su cuerpo entre los desperdicios y el abandono, con la única compañía de su última jeringuilla, me ha asaltado su recuerdo de improviso al doblar una calle y encontrarme de frente con el mural que pintó apenas un año antes de su muerte.  Las letras, de igual tamaño y forma, con una leve inclinación, perfectamente simétricas, guardan  testimonio del arte de quien las pintó.

Quintero, al final de su vida podía no ser el que fue, pero su espíritu seguía guardando la proporción y la esencia de los que nacen diferentes, con un extraño don. Detenida ante la magnitud de aquel sencillo, pero magistral anuncio, contemplé admirada los trazos sobre el muro lateral de la fachada: Matías Rodríguez ― Carpintería ―Leí―. Completaba la inscripción un dibujo hiperrealista de un armario, con sus cajones y espejo y,  al lado, un teléfono con una serie de números digitales, perfectos en todos sus ángulos. Bajo el anuncio una pequeña firma, escueta, pero muy personal:

Quintero.

 Ninguna letra clásica. Ninguna de imprenta. Pero todas ellas dotadas de su propia peculiaridad. Recordé mis estudios de grafología, y leí en cada una rasgos del extraordinario artista que tan poco tiempo nos había acompañado, y del que apenas se conservaba más testimonio ni recuerdo que aquel mural.

Letras desligadas, sin sus palos laterales, me hablaban  del desapego de su portador.  La N, interrumpida en la mitad de su curva, señalaba su falta de apoyo y respaldo, al tiempo que la R, puntiaguda, como saeta, mostraba su carácter contradictorio, reflejado igualmente en la barra ascendente de la T y en la extraña O que, en forma de rombo, daba muestra de una personalidad fuera de lo común, creativa y singular.

El ruido de una sirena me sacó de mi ensoñación y caí en la cuenta de que había pasado un buen rato mirando el letrero. Soplaba un viento frío y tenía los ojos empañados. Recordé hacia dónde me dirigía y los recados que tenía pendientes.

¡Quintero!

Pronuncié su nombre en voz alta y, soltando un bufido, arrojé de un puntapié contra una esquina una lata de cola que me estorbaba el paso en la acera.

 

Texto publicado en la revista Argentina Extrañas Noches- Literatura Visceral:

http://www.revistaextranasnoches.com/single-post/2017/04/01/El-mural

Madre Naturaleza

 

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Todas las tardes le oía tocar al piano.  Desde su piso subían al nuestro, como efluvios de otra época, las melodías, siempre clásicas, que interpretaba. Ante mis ojos de dieciséis años, un misterioso músico de veintitantos que vivía solo y entraba y salía a su completo antojo, era el sumun de la libertad. Estaba en esa edad en la que mi cuerpo florecía ante mi propio asombro, despertándome del dulce letargo de la infancia para arrojarme a un mundo de sensaciones, olores, y estremecimientos, que desconocía. Palabras como virginidad, orgasmo, varonil, o enamoramiento, bailaban sobre las lecciones de gramática o los libros de lectura del instituto. De repente, todo olía a sexo, a juventud, a prisa; olores que intentaba ocultar con el desodorante de después de la ducha, la colonia de fresa de la droguería, o los kilos de laca fuerte que aplicaba por capas en mis cabellos. Y, en medio de esa algarabía, abriéndose paso entre el  atropellamiento general, las notas de su música  se colaban cada tarde hasta la última célula de mi cuerpo, haciéndome notar su presencia.

El día en que, siguiendo las notas musicales, tuve el coraje de llamar a su puerta, fue el día en que la naturaleza no aguantó más con el asunto. Mamá había salido con prisa a casa de la abuela Inés que, en uno de sus habituales despistes, se había dejado el grifo abierto y navegaba en barca por la cocina,  no sin antes pedirme que me ocupase de tender la colada que ella había dejado a medias al atender al teléfono. Fue precisamente mientras tendía la ropa, cuando el azar tejió los hilos que me llevaron hasta su puerta. El sujetador de mamá resbaló de mis dedos hasta caerse encima de sus cuerdas, justo debajo de las nuestras. Horrorizada de ver, entre sus finos suéteres de algodón, aquel sujetador de vieja, con aquellas enormes copas de color carne que parecían hechas para contener pelotas de agua, me debatí entre la vergüenza de reclamar la prenda o asumir el bochorno de que la descubriera. De  cosas como estas se hacen montañas a los quince años, cuya resolución pasa casi siempre por recabar segundas opiniones, por lo que opté por llamar a Flora, una de mis amigas más íntimas, para preguntarle:

    

    -No seas tonta, baja a pedirle la prenda. Es la excusa perfecta para platicar con él―me dijo, divirtiéndose con la situación―   eso sí, asegúrate de decirle que es de tu vieja, no vaya a creer que  también usas bragas hasta el ombligo.

 

Enfadada por la desfachatez de mi amiga, colgué el teléfono enviándola a freír morcillas, pero, después de pensarlo un rato, decidí que era mejor tomar el toro por los cuernos y asumir la vergüenza. Después de todo, puede que no tuviese muchas más oportunidades como ésta.

Cuando abrió la puerta me quedé muda un par de minutos. Hacía calor y salió a abrir con la camisa abierta y unos vaqueros viejos medio desabrochados. Al darse cuenta de mi azoramiento, sonrió burlonamente abrochándose un par de botones.

―Hace calor, y la ropa solo es un estorbo –dijo.

―Sí, claro ―respondí a media voz, sin saber cómo decirle a continuación que venía a buscar el sostén de mi madre.

―¿Querías algo? ―fue su lógica pregunta.

―Esto, sí… yo… bueno, es que se me ha caído una prenda a tus cuerdas al tender la ropa.

―¿Una prenda? ¿Cuál es?

―Bueno, si no te importa y me dejas pasar a recogerla…

Con un curioso gesto que era a la vez de interrogación y sorpresa, se apartó del umbral a la vez que hacía un ademán de paso con sus manos:

―Como gustes, vecina. Al final del pasillo a la derecha.

Sabía que me seguía y, por un momento, pensé que podía oír el atronador latido de mi corazón amenazando con escaparse de mi pecho.

Cuando me vio estirarme para alcanzar el sujetador que  había quedado enredado entre dos de las cuerdas, me ofreció su ayuda:

―Espera, no vayas a ser tú la que se caiga ahora. Déjame a mí.

Tras un lapsus de tiempo que se me hizo eterno, me entregó la prenda sonriendo pícaramente:

―Siempre he pensado que estos sujetadores valdrían de alforjas para las balas de cañón.

―Bueno, ya sabes es de…

―Tu vieja. Claro que lo sé. No necesitas decírmelo. No hay más que verte ―respondió mirando directamente a los botones de mi pechera.

Roja como la pulpa de las sandías, di media vuelta bruscamente para marcharme, cuando sentí que me tomaba del brazo.

―Escucha, no he querido ofenderte. Al contrario, me pareces una joven muy dulce…

―Me gusta mucho como tocas al piano ―me sorprendí diciéndole.

―Quédate un rato y podrás oírme en directo.

Ese rato se convirtió en toda la tarde. Toda la tarde llena de sus manos. Sus manos en el piano y en mi cintura. Sus manos arrancando de mi cuerpo otro tipo de música. Sus dulces manos, enseñándome el camino a un mundo lleno de contrastes, que salía a recibirme entre las notas musicales y el anticuado sujetador de mi madre.

Relato publicado en la Revista argentina Extrañas Noches -Literatura visceral- (01/03/2017)

Enlace a la publicación:

http://www.revistaextranasnoches.com/single-post/2017/04/01/Madre-Naturaleza

http://www.revistaextranasnoches.com/inicio-1/author/Manuela-Vicente-Fern%C3%A1ndez

Imagen:http://2.bp.blogspot.com/_eaRLWWSD66w/TMX04C-K11I/AAAAAAAAFl8/JeAAItxqVAg/s1600/piano+(1).jpg

La entrevista

Había oído hablar de él y hasta mis manos había llegado parte de su obra a través de amigos comunes. De repente, su nombre aparecía por todas partes. Es eso que pasa cuando te llama la atención un determinado tema y comienzas a ver asociaciones por doquier. A mí me pasaba con su persona. De la noche a la mañana parecía que todos lo conociesen que, de una u otra manera, estuviesen entre su círculo de amistades o lo frecuentasen. ¿Quién era Leo Silas? ¿Existía la vida antes de él? ¿Cómo era posible que su libro estuviese en boca de todos?

La llama en versos era el título de su último poemario, con el que se había ganado el favor de la crítica literaria de los círculos más selectos. Encargué un ejemplar por correo y cuando lo tuve en mis manos, me aseguré de disponer de un fin de semana entero para poder leerlo y asimilarlo antes de decidir si asistiría al evento de su presentación o no. Mis compañeros de revista se habían apuntado sin dudarlo. La presentación iba a ser en  Café Libia, uno de los sitios en alce, literariamente hablando.

Devoré el libro en cuestión de horas, apenas lo tuve en mis manos. La entrega me llegó a las nueve de la mañana y, aunque maldije al mensajero por haberme despertado tan pronto, lo cierto es que después del primer sorbo de café el mundo desapareció al adentrarme en sus letras.

No sabría decir qué tenían de diferente sus poemas, qué era lo que abducía al lector, sacándolo de su asiento para llevarlo de la mano a las profundidades de su locura, su odio ciego hacia la raza humana.  Tal parecía que su  pasión, con los instintos más primitivos, traspasaba el papel y hacía mella en quien lo leyese. No lo sé. Los lectores de poesía somos, todo hay que decirlo, una raza especial, estamos hechos como de pasta flexible, algo así como los espaguetis que se doblan cuando los coges. Probablemente, la lectura de cualquiera de sus poemas hecha por cualquier otra persona no obtuviese el mismo resultado. Puede que incluso Shakespeare si despertase se volviese a dormir sin pena ni gloria. No puedo hablar por el resto de los mortales. Pero en lo que a mí respecta… bueno, lo único que diré es que al cerrar el libro, mi mente comenzó a elaborar lo necesario en mi lista de provisiones mentales, para acudir al evento de la presentación de La llama en versos. Pensaba acudir en calidad de crítica para hacer una formidable reseña, con entrevista incluida, si la suerte estaba de mi parte  y me permitía conocer al gran Leo Silas, nada menos.

 

La noche del evento acudí con una extraña mezcla de ánimo. Por un lado, me sentía más mucho más expectante de lo que suelo estar en este tipo de acontecimientos, pero, por otro lado, mi parte más racional insistía en mantenerme con los pies en la tierra y en decirme, cínicamente tal vez, que no asistía más que a otra representación de humo, otro producto express de la gran factoría de autores en que se había convertido el mercado editorial.

Ni que decir tiene que tardé en encontrar mi espacio entre la nube de fotógrafos y aduladores que sobrevolaba a Leo. Cuando se abrió el turno de preguntas y tuve la ocasión de formular una, le pregunté, esta vez como lectora:

—¿La rabia que destilan sus poemas es una herramienta de escritor o es materia viva apenas procesada?

Hubo un momento de silencio que me pareció eterno. Me pareció ver miradas y sonrisas de condescendencia y por un momento pensé que llevaba escrita la palabra novata en mitad de la frente, pero entonces Leo se volvió hacia mí y sonriendo discretamente respondió:

—¿Hay alguna diferencia entre ambas cosas?

La noche transcurrió como suelen transcurrir esta clase de eventos. Posteriormente a la presentación del libro, vinieron varias actuaciones musicales. El ambiente se relajó y la brisa dio paso a una agradable noche de agosto. Sonaban los acordes de un quinteto de jazz cuando salí a la terraza con un cóctel en la mano.

—¿De verdad querías saberlo? –sonó una voz a mi espalda.

Los ojos de Leo me escrutaban como si pretendiesen leer en mi interior. Miré alrededor para corroborar lo que él me confirmó.

—Podemos hablar ahora.

Vi que estaba esperando una respuesta referente a la pregunta que yo misma le había hecho anteriormente.

—La verdad es que sí. Bueno, en realidad creo que ya sé la respuesta -dije.

—¿Ah sí?

—Sí. Te lo pregunté porque creí que cualquier lector que te leyese se haría la misma pregunta. Pero no creo que se pueda escribir con esa rabia, con esa furia, a menos que se sienta de verdad dentro de uno.

—¡Qué curioso, lo que dices! –exclamó despectivamente, con una media sonrisa ─Según esa teoría, los actores cuando interpretan también están sintiendo la rabia del personaje, aún cuando esa rabia sea ficticia ¿no es eso?

—Sí y no. La situación puede ser ficticia, pero la rabia  existe ─aclaré.

—Muy interesante…

—Esperaba algo distinto de ti –dije sin pensar.

—¿Cómo? ─preguntó, repentinamente serio, encarándome directamente a los ojos.

—Nada, olvídalo. Creo que he bebido demasiado vino.

—Ah, no, no vas a venirme con esas ahora. Has dicho que esperabas algo diferente. Podría preguntarte por qué si es la primera vez que nos vemos, pero no importa. Te mostraré lo que quieres. Ven conmigo.

Tiró de mi brazo y me empujó escaleras arriba.

—Adónde vamos?

—Sube. Enseguida lo verás –respondió.

Las escaleras nos llevaron a lo alto de una formidable terraza que estaba varios metros por encima de la anterior. Las vistas eran espectaculares.

—¡Qué belleza… ! ─no pude menos de afirmar─. La ciudad se ve magnífica desde aquí.

—¿Serías capaz de saltar?

La pregunta fue como una bala en mitad de la noche.

—¿Pero qué dices? ¿Por qué habría de hacerlo?

—¿Por qué no?

Le miré por un intervalo de tiempo que no sabría precisar. Parecía que todo se hubiese parado a nuestro alrededor. Que el universo entero estuviese pendiente de nosotros. Su gesto era duro, su mirada impenetrable.

—¿Y tú? ¿Serías capaz de hacerlo? ─pregunté a mi vez, movida por una extraña curiosidad.

—¿Quieres verlo?

—¡No! Esto… En realidad creo que no estás siendo justo. La pregunta no es si yo quiero verlo o no ─repuse, recuperando mi aplomo─  La pregunta es sobre ti. Es decir, si yo no estuviera, tú…

-Bah, olvídalo. Solo hemos bebido más de la cuenta ─afirmó, encogiéndose de hombros.

Pero yo no podía olvidarlo o no quería hacerlo.

—En serio, ¿Serías capaz de saltar? -pregunté- ¿Precisamente ahora, en la presentación de tu libro? ¿Prácticamente en la cumbre de tu éxito? ¿O estabas tratando de impresionarme solamente?

Fue rápido como un segundo. Me cogió por la cintura y me colocó al borde de la terraza. No había barandilla.

-Basta cerrar los ojos un segundo y todo  desaparece. El libro. La fiesta. Nosotros mismos. Da igual hoy o mañana. Para mí incluso es mejor hoy, porque hoy estoy vivo. Quizás mañana solo sea una sombra con el mismo nombre.

Di un paso atrás tirando de su brazo.

—No quiero seguir con esto.

—Solo estaba respondiendo a tu pregunta –me contestó.

 

Por supuesto, no transcribí la entrevista. Me limité a hacer una breve reseña, haciendo referencia al pulso pasional de su poesía. No tuve valor para volver a llamarle. Pasó el tiempo, y en un determinado momento, volvimos a coincidir. Para entonces, él había pasado de ser un escritor de culto a ser un escritor olvidado. Malvivía de los antiguos éxitos, casi en cumplimiento de su propio vaticinio cuando pronosticó: “Hoy estoy vivo. Quizás mañana solo sea una sombra con mi nombre”. Se acercó a mí con su media sonrisa, el gesto duro de siempre al quitarme el vaso de la mano y llevarme a la pista de baile. Entre sus brazos volví a preguntarle:

—¿Piensas en ello?

Enarcó una ceja, al más puro estilo cinematográfico.

—Ya sabes, si te arrepientes de no haber saltado ─aclaré a media voz.

—Eso va a rachas ─admitió.  Y, justo en la última vuelta del baile, añadió:

—Te diré una cosa: a veces pienso que en realidad lo hice.

 

 

Manoli VF

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Texto publicado en la revista argentina Extrañas Noches-Literatura Visceral (01/11/2016)

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