Poco antes de cumplir los ochenta y uno, Damián comenzó a hacer cosas raras. Muchas veces, su mujer, Asunción, le oía hablar en la habitación de arriba, mientras ella trajinaba en el piso de abajo. Al principio no le echó mucha cuenta al asunto. «Serán cosas de viejo» pensó, pues ella misma hablaba con los fogones a veces o maldecía a las cebollas que picaba. Pero los días pasaron y lo de Damián fue empeorando. Mantenía largas conversaciones estando solo y a veces hasta se enzarzaba en coléricas regañinas. «¿Pero con quién te enfadas, hombre?» le preguntaba ella y entonces él respondía: «Es este maldito gato negro que se me atranca en el camino» Asunción, habida cuenta de que jamás habían tenido gatos, pidió cita con el médico y éste al escuchar la historia lo mandó al psiquiatra.
«Son alucinaciones» dijo el especialista, al constatar que el hombre no cesaba de hablar de un gato negro que, según él, quería robarle los recuerdos. «Me veo obligado a encerrarlo en el vestidor antes de dormirme» afirmaba. Como no las tenía todas consigo, el psiquiatra lo derivó al neurólogo.
«Va a ser cosa de falta de riego» dijo este último, mientras rellenaba un formulario para pedirle un escáner cerebral. Entretanto, Asunción ya comenzaba a estar harta del gato invisible. Las puertas del armario de la habitación estaban llenas de rasguños y los cojines y almohadas destripadas. No le quitaba ojo a Damián, pero nunca conseguía pillarle en escena. «Es una locura», les decía a sus hijos cuando llamaban, «solo hace que hablar de un gato negro que le sigue a todas horas». Una noche, hacia las dos de la madrugada, Asunción, que dormía en la habitación contigua a la de Damián, despertó sobresaltada. Le había parecido oír un extraño y agudo maullido que procedía de la habitación de su esposo; pero cuando acudió junto a él era tarde y le encontró en el suelo, boca abajo, ya sin un hálito de vida.
Unos días después la llamaron de la consulta del neurólogo para darle los resultados del escáner.
―Ya no importa, doctor ―afirmó Asunción, apenada― Damián ya no lo necesita. ―Lo siento mucho, señora, pero igualmente necesito que acuda para mostrarle algo.
Asunción se encogió de hombros mientras el médico encendía la pantalla que mostraba los resultados.
―Mire con atención, por favor ―pidió el galeno― esta es la región de la memoria, donde se almacenan los recuerdos. Quiero saber si usted ve lo mismo que yo.
Asunción contempló la pantalla con estupor.
En lo que se suponía que debía ser el cerebro de su marido se apreciaba la forma de un gato, negro como la noche, cuya silueta, bajo la luz del expositor brillaba como bajo un haz de luna.
Como todos los años el primer sábado de junio se celebraba en el pueblo la fiesta de las Candelas que, por tener su onomástica en pleno invierno, cuando los rigores del frío de febrero se cernían sobre el lugar, los aldeanos habían dispuesto para bien entrada la primavera, con el fin de disfrutar de la festividad en buen tiempo.
Al igual que en años anteriores, al terminar las clases del viernes preparé mi bolsa de viaje y junto al vestido por estrenar y la ilusión de mis catorce años, metí el libro y el cuaderno de inglés, para repasar los verbos sobre los que me examinaría el lunes. Días antes había fantaseado con el evento y y el baile. Tenía ganas de reencontrarme con mis primos y amigas.
La mañana del sábado amaneció lluviosa y, para más inri, me encontré indispuesta. Recién estrenada la adolescencia comenzaba a pelearme con mis hormonas, que hacían lo que les venía en gana sin consultar la agenda de mis planes, dando veracidad al dicho de que la madre naturaleza manda siempre. Me levanté contrariada, enfadada con el mundo y con mi cuerpo, aferrándome al tibio consuelo de que un tazón de leche de cabra caliente aderezado con dos buenas cucharadas de cacao, sería capaz de inyectarme sino alegría, una buena dosis de energía para encarar el día de otra manera. Y justo acababa de recrearme con el sabor dulzón del desayuno cuando mi madre y mi abuelo requirieron de mis servicios.
― ¡Ven, te necesitamos en el corral para guardar la entrada!
Les seguí y me asignaron el puesto de vigía mientras ellos entraban al corral a no sé qué faena.
―Ten cuidado ―advirtió mi abuelo―que no se escape ninguna cabra.
A ninguno de los dos se les ocurrió darme más indicaciones ni tan siquiera un bastón con el que defender mi puesto. No pensaron que decirme que contuviese el rebaño venía a ser lo mismo, en ese momento, que mandarme contener la lluvia y los truenos. Todo pasó en un instante, antes de que tuviese tiempo de preguntarme a qué carajo debía estar atenta. Una cabra salió de la oscuridad del corral corriendo violentamente hacia la puerta embistiéndome con sus cuernos. Ante la terrible amenaza yo hice lo único que me pidió mi instinto: apartarme para que no se me echase encima.
―¡No la dejes salir! ¡Agárrala! ―les oí gritar desde adentro mientras el corazón se me subía a la garganta.
―¿Pero qué has hecho? ¿No te dijimos que no la dejases marchar? ¡Me has echado a perder la mejor de las cabras!
A la retahíla de reproches de mi abuelo pronto se unió mi madre sin atender a mis razones. Poco importaba que no me hubiesen dado recurso alguno o que los cólicos me hiciesen doblar el cuerpo.
Por más que supliqué, haciéndoles saber de mis malestares, no conseguí que mi madre se impusiese ante el abuelo. Aunque esta vez no erraron tanto en sus juicios pues, al menos, me concedieron un aliado que conocía el terreno. El tío Paulo y yo debíamos salir sin demora a buscar la cabra al monte.
Recuerdo que caía una fina llovizna y a mi mente acudían alternativamente las palabras airadas del abuelo «Me has echado a perder la mejor cabra» y los consejos de las mujeres del pueblo que afirmaban que «no es bueno para la salud mojarse al andar de mes», por más que daba vueltas a estas dos frases no lograba encontrar sentido a ninguna de ellas. El tío Paulo, al igual que el señor Seguín del cuento de Alphonse Daudet, llamaba a voces por la cabra que, al parecer, como Blanquita, también había querido irse al monte: Carrula! , Carruliña! ah, Carrula por onde andas? Sae, que ven o lobo!
La surrealista escena se repitió hasta caer la tarde, cuando ya mis pies no podían seguir al bueno del tío Paulo, incansable buscador, que no dejó resquicio del monte sin rebuscar.
―Vamónos reina, que la cabrita o está ya bajo los dientes del lobo o no quiere saber nada de nosotros. Quién sabe, igual cuando lleguemos a casa descubramos que nos ha tomado la delantera y ha vuelto al corral ella sola.
Las palabras del tío eran como un bálsamo prometedor de milagros que, aunque no aplacaban mis temores, alentaban mis esperanzas.
El anhelado convite transcurrió con la sombra de lo sucedido y, ni tan siquiera en el baile pude desquitarme de la espina clavada en el centro de mi inocencia, pues la llovizna embarraba los pies y mojaba los rostros de los mozos, afeándolos en extremo.
A la cena me entretuve con una cadena rota de plata, haciéndole nudos a modo de cuentas, mientras rezaba por el regreso de la cabrita. Después de cenar estudié los verbos de inglés en el intento de no sentirme inútil del todo.
Sin muchos ánimos retomamos la busca de la cabra, con mejor tiempo, a la mañana siguiente, pero con igual infortunio. Ni siquiera pudimos hallar su rastro ni en forma de pisadas o de heces nuevas.
Regresamos a casa cabizbajos y comimos en silencio. A mí me pesaba ver el semblante ensombrecido del abuelo, cuya mirada parecía llena de reproches.
Partimos después de la comida sin volver a mencionar el incidente.
Recuerdo que el lunes regresé a casa satisfecha del examen y, nada más llegar, mi madre salió alborozada a mi encuentro:
―Tengo dos noticias increíbles: el abuelo y el tío sacaron al monte las cabras y, al traerlas de vuelta, descubrieron que la cabrita que se escapó se había unido al rebaño, sana y salva. ¡Imagínate, sobrevivió dos días en el monte, sin que la atacara el lobo!
«¡Vaya! Tuvo más suerte que Blanquette, la cabra del señor Seguín» pensé para mis adentros.
―¿Y la otra noticia? ― pregunté.
―Es un auténtico milagro, hija, no vas a creerlo―dijo mi madre―: ¡Poco después de aparecer la cabra el abuelo encontró en la cocina una cadena con varios nudos, como si fuesen las cuentas de un rosario!
Sí, ya sé que todo ocurrió en mi taberna, señor juez. Jácome Bembibre, Jerónimo Malasaña y Pepe El carreta, eran tres tristes que no tenían ni una taza de caldo que echarse al gaznate. Cada uno de ellos apostó contra el patrón la paga de todo el año si le ganaban la partida. Entraron por el orden con el que los estoy nombrando ahora, ilustrísima, no le miento. Los tres pidieron un vino de la casa mientras que el patrón pidió una jarra de sidra fresca: «Juego con sidra para brindar con vino cuando gane» sentenció, sonriendo de medio lado, como los ladrones. Que el patrón no distinguía un rey de una sota era bien sabido pero ya dicen que más sabe un tuno por tuno que por estudiado, aunque no se diga así el refrán. El caso, Señoría, es que me olí que en esa partida iba a haber tomate, ya fuese por el patrón o por el alcaldísimo de su padre, que consiguió la alcaldía sin más mérito que ser hijo de Serafín Moreno, de quien dicen que llegó a ser la mano derecha del generalísimo hasta para bajarle los pantalones, pero esa es otra historia, y perdóneme vuestra excelencia, pero es que para ponerse en situación hay que ver de dónde viene la mala sangre. Como decía, los tres hombres apostaron la paga porque nada más tenían para apostar después de que el Morenito les quitase las tierras de los trigales y los arriendos de los castaños a las bravas, una vez que el alcalde lo nombró como único propietario. Aunque malo, el Moreno nunca hubiese dejado a tres hombres con sus respectivas familias en la calle, pero el Morenito se encaprichó de la Lorena, la hija del Jerónimo y cómo no pudo conseguirla como criada se propuso desahuciar a su padre, arrancándole las tierras que trabajaban él y sus cuñados. Perra vida, me dije, al ver a los tres perdidos remangarse las mangas y escupir en las manos para pedir suerte, antes de echar las cartas.
Yo les serví un vino aguado para que no se les nublase el entendimiento y al servir pude ver que el patrón jugaba con dos barajas. Les hice señas a los tres como pude, pero ellos estaban tan ciegos de lo enrabiados que no repararon en mí. El caso es que cada carta indeseada que le tocaba al hijo del Moreno daba el cambiazo sin que ninguno de los tres desgraciados se enterasen. Y qué le voy a decir señor juez, cuando vi levantarse al Malasaña rojo de ira, puñal en mano, yo no miré porque se me echaba fuera de la cafetera el café y soy muy malo para fregar la mugre que queda. Así que quiere que yo le cuente. Ni se sí fue el Malasaña o fue el Bembibre o el Carreta. Mire usted, señor juez, yo solo sé que estas cosas cuando se enredan ya no hay manera de componerlas. Cuando me giré los vi a los cuatro enzarzados y, al minuto siguiente, el patrón caía a plomo sobre el suelo poniéndolo todo perdido como en la matanza del marrano. Recuerdo que me quedé mirando el líquido viscoso y espeso que manaba de su cuello a borbotones y me dio por pensar que era una pena que el Morenito hubiese bebido sidra, porque podrían hacerse unas buenas filloas con su sangre.
Una vez me tocó compartir viaje en tren con dos alacranes. El uno, no ocultaba su condición y enseñaba sin disimulo sus pinzas, frontándose el aguijón reluciente de su apéndice contra la ventana. Yo escuchaba el tic-tac de ese contacto, mientras descontaba mentalmente los kilómetros que restaban de la próxima parada. El otro, permanecía en un rincón adoptando una naturaleza algo más refinada; leía la prensa con anteojos de visión corta que bajaba continuamente para observarme. Entre los pliegues de su traje pude ver que su apéndice descansaba amigablemente enfundado, pero este detalle, lejos de tranquilizar mis sospechas, no hizo más que ponerme en guardia. Yo permanecía quieta en el asiento de en medio, tratando de no dejarme adormecer por el run run del tren y los villancicos navideños que sonaban por los altavoces. Mi experiencia con alacranes no era gran cosa, pero mi condición de tarántula me daba cierta ventaja.
No tuve más que aprovechar la primera parada del tren para ocultar mis colmillos y bajar tranquilamente. Me había dado tiempo, en un descuido del revisor, de arrojar las cáscaras por la ventana.
Hacienda de la Gorvorana (Realejo Alto, Tenerife 1757)
Ha logrado burlar la vigilancia de todos y entrar a pleno día en el despacho de papá. Sabe del escondite secreto de los soldados y no tiene miedo a caerse de la silla con tal de llegar a su objetivo. Una vez se hace con el botín, se sienta a la mesa y despliega toda la artillería, en la que no faltan bergantines de guerra con sus cañones. Agrupa a los soldados según el color de su uniforme y saca del bolsillo de su pantalón un pañuelo, que extiende para simular un ancho mar que separa ambos bandos.
Tan entretenido está el niño en surcar los mares a través del fuego enemigo, en sobrevivir a emboscadas y salir victorioso en su estrategia, que no oye el ruido de pasos acercándose ni se da cuenta de que han abierto la puerta.
Su padre, Matías de Gálvez y Gallardo, Virrey de la Nueva España, cambia en un instante el rictus de contrariedad de su rostro, al ver invadido de esta forma su despacho, por un gesto de complacencia al fijarse en la concentración del hijo que juega, voluntarioso y con brío, a ser militar. El Virrey padre, carraspea y ante la súbita sorpresa infantil, pregunta con voz firme:
―¿Qué estás haciendo, Bernardo?
―La guerra, padre, la guerra ―contesta el niño.
―Ah, sí ¿Y cómo va la empresa?
―Muy bien, mira:
¡Yo solo, como un valiente, cruzo el fuego en mi bergantín y logro la victoria!
Relato finalista en el II Premio de Relato Breve convocado por el semanario LasNueveMusas (Oviedo)
La casa en la que vivía el viejo era la más antigua del lugar, tanto, que se creía que había sido la primera casa del pueblo. Sus ancestros habían ayudado a la orden de los franciscanos desde tiempos inmemoriales. Ayudaban en las cosechas, en la restauración del convento y en lo que hiciera falta, quizás por ello, el viejo gozaba del respeto de los religiosos. Fray Rufino, el guardián del convento, le tenía en mucha estima y con frecuencia mandaba a los hermanos a llevarle diversos productos de la huerta. Los niños del lugar no compartíamos el mismo sentimiento por el anciano. Acostumbrábamos a llamarle viejo pese a la corrección de nuestras madres, que insistían en que nos refiriésemos a él como señor Demetrio, pero nosotros le llamábamos viejo a conciencia, porque nos resultaba gruñón y antipático.
Estábamos en los terribles años de 1942 en una Italia entregada a la causa nazi. Los niños de Perusa vivíamos la escasez en nuestras carnes y nos fastidiaba ver el privilegio con el que contaba el viejo ante la población y la orden de los franciscanos.
Burlábamos la vigilancia de nuestras madres y, si el tiempo era bueno, jugábamos a molestarlo. Sobornábamos a su perro con restos de comida, y entrábamos en su propiedad para tirarle piedras a los balcones, golpear con fuerza la aldaba de la puerta, y escapar corriendo en cuánto le divisábamos. Los más osados intentaban colarse dentro de la casa para amedrentar después a los demás contando siniestras historias, como que el viejo coleccionaba cosas extrañas y que guardaba en su despensa tarros llenos de formol con restos humanos. Las malas lenguas decían que andaba en tratos con el diablo y que los monjes, para que los dejase tranquilos y no trajese el mal a la aldea, le llevaban alimentos como una forma de mantenerlo a raya. Los chicos más mayores iban aún más allá de todo esto y aseguraban que los religiosos le llevaban, en medio de las viandas, cuidadosamente escondidos, restos que iban a parar a su laboratorio, como embriones de mujeres que habían sufrido abortos, o muñones amputados provenientes de la enfermería del convento. A decir verdad, yo no creía nada de esto y tenía al viejo por buena persona, a pesar de su talante huraño. Poco a poco, fui desligándome del grupo poniendo excusas para quedarme en casa cuando insistían en molestar al pobre hombre, pero, sabedor de sus planes, no dejaba de sentirme cómplice por mucho que me retirase, por lo que pronto urdí otro plan para contrarrestar el de ellos: me haría amigo del viejo y, entre los dos, los alejaríamos. Fue así como mi amistad con Demetrio comenzó a fraguarse.
El primer día que acudí a su casa lo hice con la excusa de llevarle unas viandas del convento en lugar del hermano Bruno, al que intercepté con el encargo por el camino. No olvidaré la expresión del anciano al abrirme la puerta. Intenté convencerle de que mi intención era buena pero, sin darme tiempo, cogió el cesto con la comida y me cerró la puerta en las narices. No me di por vencido y continué rondando su propiedad y ofreciéndole mi ayuda ante la menor excusa. Tanta fue mi insistencia que, al final, una tarde lluviosa de invierno en la que acudí de nuevo con unos tarros de mermelada de parte del prior, se compadeció de mí al verme empapado y me hizo pasar para que me secase las ropas junto al fuego. Demetrio era hombre de pocas palabras, pero generoso de puertas adentro. Sin importarle mis quince años, me invitó a un café irlandés y me ofreció su pitillera. Fue la primera persona en tratarme como a un adulto y eso le granjeó automáticamente mi respeto. Entre él y yo se estableció una extraña relación, y pronto pasé a ser su chico de los recados, a cambio él me daba propina y eso me daba cierta independencia a una edad en la que disponer de algo de dinero te amplía el mercado de posibilidades. Me pagaba también por tareas de poca monta, como segarle el césped, ayudarle a colocar una verja, o recoger el ganado. Demetrio contaba con un rebaño de cabras y ovejas de las que sacaba leche, quesos y mantequilla que luego vendía en los colmados del pueblo. Lo mismo hacía con los huevos de las gallinas o con los animales que cazaba, pero a mí no me cuadraban nunca las cuentas, pues muchas veces le acompañaba en sus cacerías, y el número de los venados o conejos que cazábamos era muy superior al número de los que vendía. Él me explicaba que el invierno era largo y que metía muchas piezas en el arcón refrigerador, en previsión del mal tiempo o de cualquier imprevisto que le impidiera salir de caza. Como yo era joven y, a fin de cuentas, no era asunto mío llevar la contabilidad del viejo, no me preocupaba mucho por estos detalles, pero no podía evitar que la duda se me instalase entre ceja y ceja, y regresase a mi memoria parte de la leyenda que envolvía al hombre, cada vez que veía como Demetrio tan solo vendía una de cuatro partes.
Descubrí su secreto, como suele pasar con la mayor parte de los descubrimientos importantes, por pura y simple casualidad. A estas alturas de mi amistad con Demetrio, contaba yo con una llave de seguridad para entrar en su casa en caso de urgencia, siempre que fuese estrictamente necesario. Conocedor de la reserva de mi amigo y de lo importante que resultaba para él mantener su intimidad no había hecho uso de ella hasta aquel día en que, después de golpear la puerta varias veces sin obtener resultado, decidí emplear la llave para poner a salvo las botellas de vino y las truchas escabechadas que acababan de enviarle por mí desde el convento, y, tras dejarlas encima de la mesa de la cocina, ya me iba cuando llamaron mi atención unos ruidos que provenían del fondo de la casa.
Extrañado, agucé el oído pues me pareció oír la voz de Demetrio, y otras voces desconocidas que le contestaban. A mi mente vinieron entonces las murmuraciones y leyendas sobre la actividad del viejo y a punto estuve de abandonar la casa pero, tal como afirma un antiguo dicho, la curiosidad mata al gato. Mi naturaleza impulsiva no podía dejar de lado la oportunidad que se me presentaba así que, con especial sigilo, busqué la puerta del sótano y comencé a descender, muy despacio, por sus escaleras empinadas. A medida que descendía palabras comprometedoras fueron llegando a mis oídos: pasaportes, salvoconducto…deportados. Al darme cuenta de lo que allí ocurría quise volver sobre mis pasos sin que me viesen, pero ya era tarde. El crujido de una tabla al descender les había alertado de mi presencia.
―¿Quién va? ―preguntó el viejo Demetrio con una voz de mando que le desconocía, al tiempo que sentí el ruido de una pistola al cargarse.
―Soy yo, Demetrio ―dije con un hilo de voz, mientras me agachaba por puro instinto.
El grupo de hombres y mujeres allí refugiados ―pues tal era la palabra que los definía― no se ponían de acuerdo en qué hacer conmigo. La mayoría opinaba que su seguridad estaba en peligro y que era imposible que un chiquillo como yo mantuviese la boca cerrada. Aunque Demetrio estaba de mi parte, no dejaba de estar enojado, pues quedaba en una posición ante los demás que le obligaba a tomar responsabilidades. Tras largos momentos de tensión y juramentos en los que la mirada del hombre me fulminaba a cada segundo, acordaron que la única garantía que podían tener de que yo no hablase era dejarme allí encerrado. Ante mi cara de susto y perplejidad, Demetrio se aprestó a tranquilizarme.
―No te preocupes, chaval. El guardián del convento hablará con tus padres y les convencerá de que te hemos encargado una misión.
Comprendí que los religiosos eran sus aliados para acoger a los judíos y de ahí venían las continuas entradas de alimentos que le procuraban. De pronto cuadraron en mi mente las cuentas de adónde iban a parar los animales de caza que el viejo no vendía, las botellas de vino, y las ingentes cantidades de leña que almacenaba. Al mirar con detenimiento las caras de aquellas gentes pude ver el sufrimiento en sus ojos, la amargura en el rictus de sus labios, pero también la esperanza en los rostros de los más jóvenes, pues había niños y adolescentes allí en los que antes no había reparado.
Fue así como comenzó una nueva etapa en mi vida, marcada por el encierro con los exiliados judíos que habitaban en el trasfondo del sótano de Demetrio, pues el sótano, propiamente dicho, no terminaba dónde parecía, sino que contaba con una puerta oculta, que daba lugar a otras escaleras, por las que descendían los refugiados al caer la noche para llegar a otro refugio más profundo. Durante el día, todos ellos ascendían al segundo sótano para recibir un poco de luz, que entraba fugazmente a través de un pequeño ventanuco. Se cuidaban mucho de descender en cuánto Demetrio tocaba un timbre que tenía conectado al refugio desde la parte alta. Aquella tarde yo le había dicho a Demetrio que no vendría porque tenía que estudiar para un examen de historia pero, en el último momento, me había llamado el hermano Bruno para entregarme las botellas de vino y las truchas que pensaba tener listas al final de la semana y, debido a un cambio de planes en la organización, habían preparado antes. Todo pareció confabular, en resumen, para que yo me quedara encerrado en el refugio con los huéspedes de Demetrio, y conociese de primera mano parte de los horrores del holocausto. Algunos de ellos habían perdido a sus padres, esposas, hijos, madres, hermanos y demás familiares, de mano de los oficiales hitlerianos. Hasta entonces, Auschwitz, Dachau, Gross-Rosen, no eran más que palabras pronunciadas a media voz y a las que aprendí a sumar otras, como Risiera di San Sabba, en el que las condiciones de vida eran míseras pese a no ser deshumanizantes como en los campos de Alemania. Conocí la tristeza de no ser nadie, de perderlo todo y de depender de la caridad de los demás para sobrevivir pero, sobre todo, gracias a este encierro forzoso, tuve la oportunidad de conocer a Amanda.
Yo tenía dieciséis años en aquellos momentos, tres menos que Amanda. Ella era una joven muy culta, a la que le encantaba leer, de una belleza sin igual. Sus ojos almendrados te miraban de tal manera que no podías ocultarle nada. En el medio de la oscuridad del refugio, su piel blanca resplandecía ante la escasa luz de que disponíamos, como si se tratase de un diamante. Había conseguido traer, entre sus pocas pertenencias, unos pocos libros, sobre cuya lectura volvía una y otra vez, siempre que la luz se lo permitía. Fue ella la que me contó la historia de su pueblo, la que me habló de política y de los sueños de grandeza delirantes aprovechados para hacer germinar la idea de La gran Alemania como excusa para conquistar el mundo. Pero no solo de política se nutrió nuestra relación. Con Amanda era posible hablar de cualquier tema, inabordable con cualquier otra chica. Yo la veía como una maestra, por mucho que ella, de naturaleza humilde, se restase méritos; podía sentir cómo mi mente se abría al hablar con ella, para encontrar las respuestas a lo que preguntaba. No me preocupaba estar en el refugio, al contrario, mi obsesión era irme con ellos cuando consiguieran marcharse, para seguir al lado de Amanda. Incluso le planteé mis deseos a Demetrio, que me miró como si estuviese loco y los desechó de inmediato.
Cuatro meses de aquel otoño-invierno de 1943 fueron los que pasé encerrado en los sótanos de Demetrio, y puedo asegurar, sin ningún temor a equivocarme, que fueron los más intensos y provechosos de mi existencia. No solo en el terreno sentimental, sino en el conocimiento de la naturaleza humana y en su inmensa capacidad de recuperación, de seguir adelante en las circunstancias más adversas e inesperadas que la vida pueda ponernos por delante. No dejó, ni por un momento, el viejo Demetrio que me relajase en mis responsabilidades con la excusa del encierro, sino que aprovechó para encomendarme que, dado mi repentino interés por la lectura y los acontecimientos políticos, llevase un diario de todo cuánto sucediese en el sótano además de la contabilidad de los gastos. Ese sería el proyecto con el que se me conocería, una vez terminada la etapa funesta que nos tocaba vivir. No dejaba de sorprenderme mi amigo con su conducta y sus intentos para animarme a formar parte activa de la historia. Tanto que solo ahora, con la escuela que dan los años, llegué a formarme una idea del formidable hombre conocido como el viejo de la colina, que vivía en un pueblo de Italia.
Cuando llegó el día en que, finalmente, llegaron los pasaportes y salvoconductos que necesitábamos para que los hebreos pudiesen continuar su camino, sentí desgarrarse una parte de mi alma. Sabía que no podía ir con ellos, abandonar a mi familia e intentar labrarme un futuro incierto al lado de una mujer increíble cuando yo no tenía más que dieciséis años. La infinita paciencia y razonamiento de Amanda, que soñaba con poder ser un día una buena maestra, me hizo ver, aunque a regañadientes, que nuestros destinos tenían que separarse. La noche antes de partir la pasamos leyendo juntos pasajes del reciente libro de Saint Exupèry: El principito, y nos cambiamos nuestros nombres por Rosa y Zorro. Me quedé con el libro, y con el obsequio de una foto suya que me dejó guardada dentro del mismo y dedicada, en su parte posterior, con una de las frases célebres del cuento:
Siempre estaré contigo. Recuerda que «lo esencial es invisible a los ojos».
Aunque prometió escribirme a casa de Demetrio, nunca llegué a recibir sus cartas. El viejo héroe murió poco tiempo después, a causa de un fulminante ataque al corazón que nos dejó a todos conmocionados. Su casa fue derribada con el tiempo por sus sobrinos, los cuales construyeron en el terreno un hostal al terminar la guerra, sobre cuya fachada hicieron poner una placa que reza:
Antigua casa de Demetrio Belgrano, bajo cuya tutela numerosos judíos pudieron salvar sus vidas del holocausto nazi.
Los monjes franciscanos se alegraron de verme regresar a mis estudios y, cuando tuvimos que partir de la aldea por el traslado de trabajo de mi padre a otra localidad, nos brindaron gustosos cartas de acogida para otros conventos de la orden, por si en alguna ocasión llegábamos a necesitar de ayuda, así como las puertas abiertas del suyo para venir a visitarlos. Terminé con éxito la carrera de medicina y, a mi vez, intenté seguir ayudando a mis semejantes en todo cuánto, Amanda y todas las personas que estuvieron conmigo en aquellos oscuros tiempos, me habían enseñado.
Cristina agarra el punzón y lo clava con fuerza en el hielo. Pica hielo pensando en los invitados que están a punto de llegar para la cena de fin de año. Pica hielo pensando en su exmarido que este año vuelve, como los malditos turrones por Navidad, a cenar en su casa. Y ella consiente por sus hijas, siempre las hijas, que se han puesto de acuerdo, como buenas gemelas, para insistir en cenar con los dos. Ni con la una ni con el otro: con los dos, como si no supiesen lo que se cuece, que hace tiempo que no son niñas y no ignoran que él se acaba de dejar con la última Barbie, la de las tetas de goma y culo con relleno con la que iba al gimnasio todos los días; vaya por Dios, con lo monísima que era… Y sigue picando hielo mientras piensa en su padre, que ha pedido el alta voluntaria en el hospital, tras prometerle por centésima vez que está limpio, pero que aparecerá por la puerta con varias botellas de vino blanco, cava y quien sabe más, y al que pillará bebiendo en la cocina, mientras sostiene el abridor con la otra mano y pone cara de res camino del matadero: ¡Estaba probándolo, Cristina, hay que ver cómoeres! Y esta Cristina sigue picando hielo y más hielo, porque sabe que le va a hacer falta. Le va a hacer falta para enfriar un poco la calentura interior que amenaza con convertirse en volcán y estallar escupiendo lava. Lava y más lava. Ardiente lava, que arrasará con la cara de bobo de su ex, con la sonrisa bailona de su padre y con los novios de las gemelas, cubriendo los dientes largos de bruno y el pelo engominado de Toni, el yernísimo. Sí. Cristina sigue picando hielo para la cubitera. Hielo y más hielo, sin darse cuenta de que hace tiempo que está sonando el timbre de la puerta y los teléfonos de la casa también comienzan a sonar.
Texto elaborado para el concurso de Zenda libros, bajo el lema: Cuentos de Navidad.
Ayer Nadia me habló de la Navidad. Me contó que es una tradición de Occidente que, por curioso que resulte, hunde sus raíces en Oriente y toma elementos griegos, e incluso de los antiguos ritos celtas, para acabar mezclándose con leyendas de los países nórdicos y sajones. Vaya cuento ese de la Navidad, en la que un obispo con su sayal rojo acaba convertido en un anciano rechoncho vestido del mismo color pero con chaqueta y pantalón y una larga barba blanca al que, para más inri, se refieren como si fuese una mujer: Santa Claus, e incluso en algunas zonas con nombre de padre: Papá Noel. La tradición cristiana nos habla asimismo de otros tres hombres que resultan ser tres Reyes Magos, que regalan al niño Dios que acaba de nacer por obra y gracia del espíritu santo de una joven virgen casada con un anciano, tres grandes dones: oro, incienso y mirra, que simbolizan, en ese orden, lo material, lo espiritual y lo sagrado. Pues me ha contado Nadia que para celebrar la Navidad, cuyo nombre quiere decir renacimiento, se regala a los niños juguetes y cosas que ellos mismos han pedido antes en largas cartas dirigidas a los almacenes de los Reyes Magos o del orondo Papá Noel. No se les regala mirra ni incienso, quizás porque el oro, como primer elemento de la lista, oculta con su brillo a los otros dones. Yo no se cuál es la verdad, pero creo que esos niños de Occidente tienen una suerte morrocotuda, porque les caen del cielo regalos que a los demás nos están vetados cuando debería ser al revés. Nosotros, los niños migrantes desheredados (*), nos acercamos más a la historia de ese Dios que nació en un pesebre sin más calor que el que le daba una mula y un buey, y al que alguien birló el oro en un descuido.
La vi por vez primera cuando tío Raimundo se empeñó en traer a nuestra casa las costumbres de México. Entre él y Lupita convirtieron el vestíbulo de la entrada en un santuario. Su hija, todavía conmocionada por la temprana muerte de su madastra, no escatimó dinero para comprar flores, velas, cruces, e incluso, calaveritas de azúcar para la festividad de difuntos. Al mudarse el tío a nuestra vivienda, los parientes, aprovechando la excusa de venir a darle el pésame por su esposa, acudían en gran número a visitarle, y todos ellos pasaban largas horas en el sofá de nuestra sala, tomando té con pasteles, mientras mamá trasegaba en la cocina. Así que, en medio de tal procesión de invitados, no me di cuenta al principio de la presencia de esta sombra; pues así, no más, me viene a la cabeza describirla: como una larga sombra encapuchada. Al igual que todo el mundo, yo también había oído hablar de la muerte o la vieja catrina –en palabras de tío Raimundo― como una mujer fea, vestida de negro, cubierta con capucha y portadora de una guadaña; claro está que, por aquel entonces, yo atribuía esta descripción al imaginario popular de santeras y demás beatas, hasta que la vi con mis propios ojos vestida de semejante guisa. Recuerdo que casi me da un pasmo al verla, allí sentada como si tal cosa, en medio de los parientes, sin que estos se inmutaran. Tanto fue mi pavor y tan mala cara puse que enseguida me preguntaron si estaba enfermo, cosa que yo afirmé sin dudar, pues ver con tanta nitidez a la parca no podía sino ser síntoma de gravedad. No tardó en subirme la fiebre y el delirio en nublar mi mente pero, después de varios días en los que el médico solo fue capaz de diagnosticar una crisis nerviosa, contra mi propio pronóstico me recuperé.
Pasado el tiempo, cuando la visión de la oscura dama era apenas un mal recuerdo que me esforzaba por adjudicar a las fiebres, volví a encontrarme con ella de nuevo en la festividad de difuntos, en el comedor de nuestra casa. En esta ocasión, el fallecido había sido el propio tío Raimundo, muerto de enfermedad natural hacía apenas una semana. Justo estábamos rezando una oración por su alma y bendiciendo los alimentos, cuando la vi sentada enfrente mío. Ni qué decir tiene que derramé el vino de mi copa, y salí de la estancia como alma que lleva el diablo, sin atender a los ruegos de Lupita ni Aurelia, mi prometida, mientras mis padres se avergonzaban. Tal como antaño, volví a caer preso de una gran fiebre, y todos en casa comenzaron a preocuparse y a relacionar este incidente con el de hacía unos años. También de esta vez me recuperé, y lo primero que hice fue buscar un santo padre al que encomendar el cuidado de mi alma. Después de escuchar mi historia, el canónigo, que no paraba de santiguarse, me aconsejó ayuno y penitencia, pues ya la muerte había venido dos veces en mi busca. Fiel a su consejo, me despedí de mi novia y me dispuse a tomar los hábitos.
Tras muchos años de oración en el monasterio más cercano, cierta tarde fui llamado a casa de un sacerdote para confesarle. Nada más llegar a su vivienda me encontré con la siniestra conocida, haciendo guardia en la puerta de entrada. Esta vez, quizá por el aplomo que da la edad, o por la hartura de estas visitas, me sentí con fuerzas para abordarla:
―¿Es ya mi hora, señora? –pregunté, dispuesto a aceptar lo que fuese.
―No es a ti, a quién vine a buscar todavía ―repuso la parca.
―¿Pues que querías todas las veces? ―pregunté dispuesto a llegar hasta el fondo de aquel asunto.
―La vez primera ―comenzó a hablar la sombra― vine para acoger la promesa de tu tío que, sintiéndose enfermo apenas fallecida su esposa, me convocó para que le dejara vivir unos años más a cambio de asustar a alguno de los suyos.
―No entiendo… ―murmuré, confundido.
La muerte me miró con sorna y lanzó una gran carcajada. Como viese que yo seguía esperando, explicó:
―Tonto. Mi función no es solamente matar a los vivos. Sino hacerlos morir en vida aumentando sus tribulaciones.
― ¡Vaya, debí haberlo figurado!―repuse, pensando en mis miedos― ¿Y la vez segunda?
―La vez segunda vine para llevarme a tu tío y, de paso, acoger la promesa de Aurelia.
―¿Aurelia?
―Tu novia quería mantenerte apartado. Me prometió a su primer hijo, si te asustaba.
―¿Y ahora? ―pregunté, horrorizado.
―Hijo, el sacerdote que te ha llamado no es otro que el que te confesó en su día. Ya entonces estaba gravemente enfermo pero, a cambio de tus largos años de oración, su tiempo le fue alargado.
Texto presentado a Zenda libros, con motivo del concurso Historias del día de muertos (con la palabra México incluida como premisa)
La vi por vez primera cuando tío Raimundo se empeñó en traer a nuestra casa las costumbres de México. Entre él y Lupita convirtieron el vestíbulo de la entrada en un santuario. Su hija, todavía conmocionada por la temprana muerte de su madrasta, no escatimó dinero para comprar flores, velas, cruces, e incluso, calaveritas de azúcar para la festividad de difuntos. Al mudarse el tío a nuestra vivienda, los parientes, aprovechando la excusa de venir a transmitirle el pésame por su esposa, acudían en gran número a visitarle y se pasaban horas y horas en el sofá de nuestra sala, tomando té con pasteles, mientras mamá trasegaba en la cocina. Así que, en medio de tal procesión de invitados, no me di cuenta al principio de la presencia de esta sombra; pues así, no más, me viene a la cabeza describirla: como una larga sombra encapuchada. Al igual que todo el mundo, yo también había oído hablar de la muerte o de la vieja catrina –en palabras de tío Raimundo― como una mujer fea, vestida de negro, cubierta con capucha y portadora de una guadaña; claro está que, por aquel entonces, yo atribuía esta descripción al imaginario popular de santeras y demás beatas, hasta que la vi con mis propios ojos vestida de semejante guisa. Recuerdo que casi me da un pasmo al verla, allí sentada como si tal cosa, en medio de los parientes, sin que estos se inmutaran. Tal fue mi pavor y tan mala cara debí poner, que enseguida me preguntaron si estaba enfermo, cosa que yo afirmé sin dudar, pues ver con tanta nitidez a la parca no podía sino ser síntoma de la gravedad de mi mal. No tardó en subirme la fiebre y el delirio en nublar mi mente pero, después de varios días en los que el médico tan solo fue capaz de diagnosticar una crisis nerviosa, contra mi propio pronóstico me recuperé.
Pasado el tiempo, cuando la visión de la oscura dama era apenas un mal recuerdo que me esforzaba por adjudicar al delirio de las fiebres, volví a encontrarme con ella de nuevo en la festividad de difuntos, en el comedor de nuestra casa. En esta ocasión, el fallecido había sido el propio tío Raimundo, muerto de enfermedad natural hacía apenas una semana. Justo estábamos rezando una oración por su alma y bendiciendo los alimentos, cuando la vi sentada enfrente mío. Ni qué decir tiene que derramé el vino de mi copa, y salí de la estancia como alma que lleva el diablo, sin atender a los ruegos de Lupita ni Aurelia, mi prometida, mientras mis padres se avergonzaban. Tal como antaño, volví a caer preso de una gran fiebre, y todos en casa comenzaron a preocuparse y a relacionar este incidente con el de hacía unos años. También de esta vez me recuperé, y lo primero que hice fue buscar un santo padre al que encomendarme. Después de escuchar mi historia, el canónigo, que no paraba de santiguarse, me aconsejó ayuno y penitencia, pues ya la muerte había venido dos veces en busca mía. Fiel a su consejo, me despedí de mi novia y me dispuse a tomar los hábitos.
Tras varios años de oración en el monasterio más cercano, cierta tarde fui llamado para confesar a un sacerdote, y fue entonces, justo al entrar en su habitación, cuando vi a la siniestra conocida sentada a la vera de su cama. Esta vez, quizá por el aplomo que da la edad, o por la hartura de estas visitas, me sentí con fuerzas para encararla:
―¿Es ya mi hora, señora? –pregunté, dispuesto a aceptar lo que fuese.
―No es a ti a quién vine a buscar todavía ―repuso la parca.
―¿Pues que querías todas las veces? ―pregunté dispuesto a llegar hasta el fondo de aquel asunto.
―La vez primera ―comenzó a hablar la sombra― vine para atender el ruego de tu tío que, sintiéndose enfermo apenas fallecida su esposa, me convocó para pedirme que le dejara vivir unos años más a cambio de asustar a alguno de los suyos.
―No entiendo ―murmuré, confundido.
La muerte se me quedó mirando, lanzando al rato una carcajada y, como viese que yo seguía en ascuas, siguió diciendo:
―Tonto. Mi función no es solamente matar a los vivos. Sino hacerlos morir en vida aumentando sus tribulaciones.
―Entiendo ―repuse, pensando en mis miedos― ¿Y la vez segunda?
―La vez segunda vine para llevarme a tu tío y, de paso, atender al ruego de Aurelia.
―¿Aurelia?
―Tu novia quería mantenerte apartado. Me prometió a su primer hijo, si te asustaba.
―¿Y ahora? ―pregunté, horrorizado.
―Hijo, el fraile que se está muriendo no es otro que el que te confesó en su día. Ya por entonces estaba bastante enfermo pero, a cambio de tus largos años de oración, su tiempo le fue alargado.
Texto elaborado para el concurso de Zendalibros.com bajo la premisa de incluir la palabra: México.