Pintor de haciendas

Lady Thompson era una mujer muy bella y ciertamente engatusadora, cuando me contrató para pintar su hacienda yo no podía prever lo que se me venía encima. Ninguno de los dos tuvimos culpa de que el señor Thompson regresara aquel día a casa antes de lo previsto y nos encontrara enredados tras las cortinas de la alcoba conyugal. Antes de que pudiese hacer nada me arrojó un guante y cifró la fecha. Como soy un hombre pacífico, rellené mi pistola y pinté la hacienda, poniendo especial cuidado en la figura de la desconsolada viuda llorando a su desaparecido esposo.

Micro publicado en la revista El Callejón de las Once Esquinas (nº6)

La luna en la calle Bailén

Es de noche en la calle Bailén. Echado sobre la cama  siento  la pegajosidad de mi piel, empapada en sudor. He bebido, pero no tanto como para olvidarme de ella. Estar solo conlleva pequeñas licencias, como la de fumar hierba tumbado sobre la cama, con la ventana abierta de par en par, las luces apagadas. Hace ya rato que arrojé los auriculares para cambiar a Metálica por el ruido callejero, los cláxones de los coches y los gritos del piso de al lado.

Pienso en Celia. A las once de una noche abrasadora de primeros de agosto. Veo su cuerpo desnudo, la blancura de sus nalgas, como dos medias lunas. Siempre me pareció que su piel era de un nacarado imposible. Sus pechos, pequeños y puntiagudos. Su cintura. Cómo me duele en este momento. En este momento, cuando trato de echar mano a la botella y ya no queda más. Ni una sola gota. Me bebería su sangre entera para perderme en ella. Pero ya no está aquí. No forma parte de mis días ni de mis noches. Su esencia está enterrada bajo siete llaves cuyos candados fueron arrojados al mar.

El humo carga el ambiente de la habitación y mi cabeza da vueltas. Celia… la única mujer que hubiera podido rescatarme, no está aquí. La atropelló, una noche como ésta, un tren que no esperaba. Sus pies descalzos caminaban sobre las vías y yo los recogí. Cargué con ellos toda la noche. De vez en cuando me hablaban. Lloraban por los pasos que nunca darían, los trenes a los que  no se subirían, las noches que habrían de venir. Noches como ésta, llenas de humo y de ginebra. De soledad.

Y lo peor, es que también ella está sola. Mucho más que yo. Porque ni siquiera puede contar consigo misma y esa es la única licencia que se permite ahora: el olvido. No sé si en la oscuridad de su noche entrará algún resquicio de luz. Si al mirar la luna se acordará de mí. La calle Bailén es un caos a estas horas. Alguien grita aporreando una puerta. Cuando la bebida y la hierba comienzan a hacerme efecto, me sumerjo en un breve sopor mientras mi mente se va llenando con la imagen de Celia. La chica que yo conocí, antes de que toda su familia pereciese bajo las aguas mientras luchaban por llegar a tierra,  y que ahora duerme, muy en el fondo de esa otra Celia que subsiste, en una de las celdas del hospital psiquiátrico en el que está recluida.

 

Cuento publicado en la revista zaragozana El Callejón de las Once Esquinas (marzo, 2018)

La verdadera historia de la elefantividad

Algunos días la noche llega antes. En esos días, mamá prepara un vaso de leche con cacao a media tarde y me hace acostar muy temprano. Dice que es para que no oiga pasar a los elefantes que vienen cargados de sueños para los niños buenos. Como voy a la cama tan pronto a veces me entra hambre antes de que sea hora de levantarse, entonces llamo a mamá y ella me enseña un truco infalible para engañar al estómago y poder descansar. Se acuesta a mi lado y entre las dos nos ponemos a contar elefantes.

Yo le hablo de un elefante que viene cargado de regalos y trae, entre otras cosas, el columpio que se quedó en casa de la abuela Inés cuando vinimos a España, la enredadera que crecía desde el balcón hasta tocar el tejado, y a la misma abuela, que viene sentada en una silla de oro, como son las sillas de los elefantes de sueños. Mamá también tiene su elefante favorito y es uno que siempre va vestido de amarillo porque ese es el color del sol y de las flores de nuestra tierra. Brilla tanto el elefante de mamá y da tanto calor que me olvido de que estamos en invierno y va a venir esa fiesta que los niños de aquí llaman Navidad. Yo, al principio, no comprendía porque esos días toda la ciudad se llena de luz y no se puede alcanzar ninguna, y mamá tenía que reñirme cada vez que me veía alzar los brazos para coger una estrella. Me costó mucho entender que todas esas estrellas estaban para alumbrar las calles, porque nosotros siempre tenemos que alumbrarnos con velas cuando se hace de noche y por eso quería coger solo una de las luces, para ver como se ve mi habitación al ponerse el sol, cuando mamá y yo soñamos con los elefantes. Y hablando de elefantes, ahora ya sé a qué viene poner tantas luces en las calles, porque mamá me contó que era para alumbrar su paso cuando llegaban cargados con los sueños de los niños, y también me contó que ese cuento de papá Noel y los elfos no era verdad, pero que los mayores nos lo decían para que nos acostásemos pronto y no oyéramos el ruido de los verdaderos magos: nuestros amigos, que traían sobre sus lomos nuestros sueños secretos.

Ahora que mamá me explicó, por fin, en que consiste esto de la Elefantividad estoy más tranquila, aunque no me deja pronunciar el verdadero nombre de la fiesta salvo cuando estamos las dos solas. Dice que es nuestro secreto y a mí me gusta la idea de tener secretos con ella, porque eso quiere decir que me estoy haciendo mayor y podemos hablar de nuestras cosas, pero hay algo que no entiendo de la Elefantividad, y es porque los sueños que pido tardan tanto en llegar a casa. Anoche se lo pregunté a mamá y me dijo que era porque quedaban pocos elefantes y muchos sueños por cumplir y que, por eso, ella se iba a encargar de ayudarles a repartirlos, junto con otras madres igual de buenas. Cuando me lo dijo me asusté un poco, porque pensé que iba a dejarme sola de noche, pero ella me dijo que hay un lugar para los niños de las mamás que trabajan de repartidoras y que allí voy a poder hacer muchos amigos e intercambiar con ellos elefantes de la suerte, mientras esperamos para volver a nuestras casas.

 

Relato publicado en la revista zaragozana EL Callejón de las Once Esquinas en el número de diciembre ‘2017

A un tiro de piedra

Sucedió un aciago día de invierno. Digo lo de aciago porque en clase de lengua justo acabábamos de descubrir que esta palabra significa infeliz, infausto. Con nuestras mochilas a la espalda retomamos el camino hacia el pueblo y al llegar a la mitad del trayecto, cuando ya se divisaban las casas blancas con sus chimeneas tiñendo el cielo de gris, nos dimos cuenta de que faltaba Elvira, la más pequeña de los hermanos. Fue Tomé el que dio la voz de alarma y todos arrojamos las carteras al suelo para volver tras ella. La llamamos a gritos y nos dividimos para buscarla. Entre los cuatro, peinamos toda la zona y no dejamos arbusto sin rastrear, pero no encontramos señales de Elvira. Siempre había sido una niña distraída, y era tan delgada que casi podía verse a través de su cuerpo.

Llegamos a casa desconsolados, llorando a moco tendido. Papá, que sintió nuestro llanto, nos salió al encuentro desde el cobertizo, llevándose las manos a la cabeza al notar la ausencia de nuestra hermana.
ꟷ¿Cómo pudo pasar esto? ꟷNo hacía más que preguntar.
Aquella noche, alguien tiró una piedra a los cristales de mi ventana:
ꟷNo se lo digas a nadie, Juan ꟷpidió una niña tan transparente que a través de ella pasaba la luz de la luna— solo quería jugar a ver si me encontrabais, pero ni yo misma pude hallar el camino de vuelta.

Microcuento publicado en el Nº3 de la revista El Callejón de las Once Esquinas