La última postal

El anciano encontró la llave en el lugar de siempre, debajo de la maceta de siemprevivas que, al contrario que el resto de las plantas, persistían en sobrevivir a pesar de las numerosas cepas y la escasez de tierra. Por un instante, cruzó por su mente una instantánea del pasado en la que aparecían las plantas en todo su esplendor: geranios, claveles y las eternas siemprevivas: Son útiles en las tormentas, Matías, escuchó la voz de su mujer en la cabeza, mantienen alejados los rayos. El último que salía dejaba la llave allí, porque era una llave antigua y las copias no funcionaban bien, debajo de la sexta maceta, comenzando a contar por la izquierda: Manías de viejos, le decían a su hija para justificarse. Manías que él se encargaba de mantener, incluso ahora que vivía solo.

Con paso lento, arrastrando los pies por el enlosado, avanzó por el pasillo sin encender la luz, bastándose con la claridad que se filtraba a través del cristal de la ventana que daba al fondo del pasillo. Su padre siempre dejaba abierta la posibilidad de ampliar la casa, con una ventana ─que bien podría transformarse en puerta─ al final de cualquier estancia. Lo mismo había hecho en el sótano y en el garaje: ventanas y más ventanas. Siempre apuntando a nuevas posibilidades. Recordaba su obsesión por subir las persianas cuando entraba en cualquier habitación, y su locución favorita al respecto: No hay como la luz natural.

Le constaba que hubiese querido llevar este ritual hasta su última morada: una tumba con una ventana, por la que se filtrase la claridad. Se echó a reír ante ese macabro pensamiento: Matías, estás perdiendo el juicio, exclamó en voz alta, posando las bolsas de la compra sobre el mesado de la cocina.

Apenas había comenzado a guardar los comestibles cuando se dio cuenta: ¡había olvidado de nuevo pasar por la farmacia! Llevaba tres días sin tomar las pastillas de la tensión: Te estás descuidando, chaval, afirmó de nuevo en voz alta. Cuando llamase su hija le pediría que se las acercase. Siempre pasaba por casa al término de su  jornada laboral, desviándose ligeramente del camino hacia la urbanización en la que residía, con Alfonso y el pequeño Teo, ese pillabán que le ponía la casa patas arriba cada vez que entraba.

Verdaderamente, se le había pasado la mañana en un abrir de ojos: Casi como la vida pensó, echando una ojeada al reloj de pared que marcaba la una del mediodía.

Se puso el delantal para freír el filete que pensaba comer acompañado de una ensalada de verduras de la huerta, de la que continuaba ocupándose con auténtica devoción; al contrario que de las plantas, que tanto habían gustado a su difunta esposa y de las que era incapaz de ocuparse: No valgo para hacer floreros, decía, cada vez que su hija se lo reprochaba. Al principio, Irene se había ocupado de regalarlas, en un intento de mantenerlas igual, como si su presencia mitigase un poco la ausencia de la madre, pero al cabo del tiempo  había acabado por abandonar, abrumada por otras cosas que reclamaban su atención con mayor urgencia.

Haciendo balance, pensaba mientras cortaba los tomates, se alegraba de la estabilidad que había logrado su hija. Berta se asombraría si pudiese verla, no quedaba en ella ni resto de aquella rebelde adolescente con la que había tenido que lidiar después de su muerte.

—Puedes estar orgullosa de nuestra Irene, Berta. —exclamó en voz alta, mientras daba cuenta de la comida.

Al terminar, se sentó en la butaca frente al televisor para ver su canal favorito, uno de documentales de viajes.

Siempre habían querido viajar. Planeaban hacerlo juntos al llegar a la jubilación, pero Berta se adelantó y se fue sola en ese viaje sin retorno del que no llegan más postales que las del recuerdo. Él optó entonces por conformarse con viajes imaginarios, en los que ella le acompañaba. Si serás memo, pudiendo viajar tú…  le parecía oírla en su cabeza.
Viendo el documental en el que los turistas se confundían con las gentes de alguna extraña ciudad, pensó por primera vez en esa posibilidad: ¿Por qué no? y comenzó a visualizarse subiéndose a un avión, aterrizando en una exótica isla…

Tan ensimismado estaba que tardó en oír el sonido del teléfono. ¡Irene! pensó intentando alargar el brazo derecho para descolgarlo, a la vez que notaba en el izquierdo un súbito dolor que le inmovilizaba.

Por su mente pasó la última secuencia del documental de viajes que acababan de emitir en la tele, a la par que el dolor ascendía hasta la garganta, cortándole la respiración. Decidió concentrarse en Berta, esperándole en el aeropuerto para embarcar juntos, mientras el timbre sonaba cada vez más lejos y le alivió saber que no iba a depender más de las pastillas de la tensión.

Texto elaborado para la escena nº 36: El anciano y la llave,del taller de escritura Móntame una escena de Literautas.com (junio 2016)

Recopilación de textos

Selección de textos elaborados en el taller Móntame una escena de Literautas.com.

En la página 303 se recoge uno de mis relatos Experta por un día, perteneciente a la escena número 35: Móntame una escena con museo y arena (palabras adicionales: tormenta, loro, cartero).

Enlace: http://www.literautas.com/descargas/libros/taller-montame-una-escena/Libro-Taller-Montame-Una-Escena-4-Literautas.pdf

 

 

Sesión de tarde en El Continental

 

De Amador Cifuentes Santos podría decirse que era un hombre previsible. Todas las mañanas a las ocho y media en punto traspasaba el umbral del café-restaurante La Media Luna, pedía un café corto bien cargado y leía los titulares de la prensa antes de irse a trabajar. Pese a haber rebasado hacía tiempo la edad de jubilación había renunciado al retiro  porque, según sus propias palabras,  su vida laboral constituía uno de los pilares más importantes de su rutina diaria y él era un hombre de costumbres. Desde mi posición de detrás de la barra, yo asistía a todo tipo de chascarrillos sobre nuestro hombre.

Era Vox populi en todo el barrio que  Amador bebía los vientos por su vecina, Dora, mujer de mediana edad que vivía en su mismo rellano y había enviudado recientemente. Como a los parroquianos les gustaba hacer de casamenteros, sabiendo que ésta vivía sola (ya que sus hijos hacía tiempo que habían volado del nido) no cesaban de hacer comentarios al respecto cuando Amador llegaba:

‒A ver, hombre ¿Cuándo vas a invitarla al cine? Si es por flores yo te hago un precio… ‒decía Jaime, el dueño de la floristería.

El interpelado se hacía el desentendido, aunque algunas veces se le escapaba una media sonrisa que reafirmaba a los demás en sus convicciones.

‒Anda, llévala  este sábado, que ponen una romántica ‒decían, conocedores de que todos los sábados sin falta Amador acudía a la sesión de tarde en su cine de siempre, El Continental, que se contaba como uno de los pocos que habían logrado sobrevivir a la masiva implantación de las múltiples salas de proyección en los grandes centros comerciales.

Pero, entre dimes y diretes, el tiempo iba pasando sin que observásemos cambio alguno en las costumbres de Amador. No pasó lo mismo con Dora que, de la noche a la mañana, dio un giro radical a las suyas al tiempo que renovaba su vestuario, otrora negro y gris, por otro mucho más colorista y atrevido; comenzó a pedir cita en la peluquería todas las semanas y a cambiar la misa de domingo por largas caminatas matutinas, dando con ello  alas a la imaginación de todo el vecindario que asumió que entre ellos se había iniciado, al fin, una relación que mantenían en la intimidad; al fin y al cabo, vivían en el mismo rellano del edificio, puerta con puerta, y no faltaba  quien afirmase que los había visto entrar juntos, bien fuese  a casa del uno o de la otra.

Pero ocurrió que un sábado, justo cuando todos los rumores apuntaban a que su romance estaba a punto de hacerse público, habida cuenta de que nuestro hombre no se molestaba en negarlo, tuvo lugar en El Continental un insólito e inesperado encuentro. Y fue que con motivo del estreno de una aclamada película, se dieron cita en la sesión de tarde  por un lado, Amador Cifuentes Santos, cinéfilo habitual, y por otra, una deslumbrante Dora que, elegantemente vestida, bajó, cual si fuese la misma Lauren Bacall, de un formidable Cadillac y  entró en el cine del brazo de un desconocido. Todos los que allí estábamos, entre los que me cuento, nos quedamos boquiabiertos, y no acertamos más que a ponernos a la cola para sellar nuestras entradas y tomar  asiento, posteriormente,  unas filas por detrás de Amador que, cabizbajo y compungido, se situó a su vez varias filas detrás de Dora y de su misterioso acompañante.

Durante la mayor parte del tiempo que duró la película mi interés, sin poder remediarlo, se desvió con frecuencia hacia la figura del pobre hombre, que parecía encogerse en su asiento más y más, a medida que Dora y su pareja se iban aproximando. Qué sentía, mientras las sombras de los amantes, que dejaron claro su vínculo en base a su comportamiento, se recortaban en la semioscuridad de la sala, es algo fácilmente imaginable, dadas las circunstancias, pero qué pensamientos o recuerdos desfilaron por su mente a medida que iba encogiéndose, nunca lo sabremos. Quizás oía la voz de Dora, unos  años más joven, llamando a sus hijos desde el rellano de la escalera. Es posible que recordase la esbeltez de sus años mozos, cuando bajaba los escalones de dos en dos para salir a la calle,  las veces que llamó a su timbre para entregarle algún recado o pedirle, simplemente, un poco de azúcar para endulzar el café.  La mente pone en marcha extraños mecanismos de defensa para este tipo de situaciones.

Lo cierto es que, tras dos horas interminables,  se encendieron las luces y, apenas nuestros ojos se acostumbraron a la claridad, oímos un grito desgarrador: era  Dora que, al volverse a recoger su chaqueta, había reparado en su vecino quien, varias filas más atrás, continuaba sentado, con la cabeza ligeramente torcida, los ojos vueltos y en la boca un extraño rictus que semejaba una sonrisa.

Tal vez, a nuestro previsible Amador, dentro de su particular infierno, el beso helado de la muerte le había parecido dulce.

 

Texto del taller (Literautas.com-escena 31) editado y modificado. Tema propuesto: El último beso.

Bilocación (Texto del taller)

Todas las noches nos encontramos en la luna. Todas las noches desde hace mucho tiempo. Tanto, que se me hace difícil recordar la época en que no fue así.

La luna no es tan fría ni está tan lejos como se acostumbra a pensar. No es tan inaccesible ni se necesita tanto despliegue tecnológico para abordarla como nos han enseñado a creer. De hecho es tan fácil, tan simple, llegar hasta ella que hasta un niño puede hacerlo si realmente se lo propone.

Cuando éramos tan jóvenes que no nos alcanzaba el miedo, él y yo nos bañábamos desnudos en verano bajo la luz de la luna, esa luna redonda y blanca como la carne de mujer, de la que hablaba José Luis Sampedro en su Sonrisa Etrusca: La misma que levanta el mar. (1)

Cuando, muchos años más tarde, ya agotado en su lecho, me pedía cada anochecer que descorriese las cortinas y apagase la luz para que nos iluminase el astro, forjamos esa promesa entre los dos. Él siempre decía que si había un hombre en la luna bien podría haber dos, en alusión a un cuento que yo conservaba de mi niñez y que narraba la historia del leñador que equivocó su camino y acabó allí, en nuestro satélite, portando su haz de leña al hombro por los siglos de los siglos. (2) En esos momentos, yo siempre le hacía la misma pregunta: ¿No crees que dos hombres y una mujer son multitud? pero él se reía y se reía, diciendo que el astro lunar es muy grande y las noches muy largas y nunca es demasiada la compañía.

Y ahora, que nos vemos allí cada noche, he podido comprobar solo lo de la inmensidad lunar, porque las noches siempre se me hacen muy cortas y tengo que regresar a toda prisa, forzada por las circunstancias. También he de decir que jamás he visto al otro hombre, pero que me alegra que esté allí, porque así él no se siente tan solo durante el día, cuando yo no puedo acompañarle, y además, nunca, nunca, pasan frío, pues siempre tienen leña. El otro día estuve a punto de verle. Un movimiento, justo cuando acabé de llegar, un ruido ligero, y cuando miré ya no estaba, pero se le cayó algo…un sombrero de copa ancho, antiguo, que me desconcertó. Al ver la sorpresa en mi mirada Él me contó que por el día a su amigo le molestaba la luz, tan intensa allí arriba, y que para protegerse solía usar su sombrero y, de tanto usarlo, a veces al llegar la noche olvidaba quitárselo.

Se está tan bien en la luna…Su suelo es tan suave y tan blandito, que parece que andas sobre algodones, y hay tanta luz que la noche no parece noche. Y lo mejor de viajar así, sin nada, es que puedes respirar normalmente, porque tu cuerpo ‒esa engorrosa y pesada armadura‒ se ha quedado ahí abajo, en una cama de una casa cualquiera, de un país cualquiera, de una calle cualquiera de las muchas calles que existen en la tierra.

Notas: Texto elaborado para la escena nº 34 del taller Literautas.com. Tema: La luna. Elemento opcional: sombrero de copa.

(1) “¿Qué poder tiene la carne de mujer, redonda y blanca como la luna, que dicen que levanta el mar?”  cita recogida en el libro: La sonrisa Etrusca de José Luis Sampedro).

(2) Cuento del hombre lunar con el haz de leña al hombro (Basado en las manchas de la luna): Se cuenta que existió un leñador (llamado Juan Alpargata) que era muy pobre y un día en que regresaba a casa muy cansado de trabajar y con su haz de leña al hombro pidió a la luna que “se lo llevase” y ésta le obedeció y desde entonces, en las noches de luna llena puede vérsele con su haz de leña al hombro.

http://www.literautas.com/es/taller/textos-escena-34/5373

Experta por un día (Texto del taller)

No advirtió su presencia hasta llegar junto a él, porque quedaba oculto por una de las columnas. El hombre estaba tan absorto en la contemplación del cuadro que ni siquiera reparó en ella, y tuvo que carraspear bastante fuerte para llamar su atención.

─Disculpe, pero no se permiten visitas en el museo a estas horas, señor. El horario es…

No la dejó continuar.

─Se perfectamente cuál es el horario de visitas, señorita. Pero yo no soy un visitante cualquiera.

Su vista descendió hasta el nombre de la tarjeta que llevaba prendida junto al bolsillo de su elegante americana y palideció: ¡Sir Henry Williams en persona! Ya estaba viendo la cara de Margaret cuando se lo contase… No cabía duda alguna de que al natural resultaba mucho más elegante y carismático todavía. Azorada por la imprevista situación, ya se disponía a retirarse con el mayor sigilo cuando oyó que el sir la llamaba:

─Espere, por favor, quisiera hacerle una pregunta.

Aparcando los útiles de limpieza en el suelo se acercó tímidamente hasta él.

─¿Qué le sugiere este cuadro? Me refiero al impacto de los elementos sobre su psique. ¿Qué turbulencias despierta en usted si lo mira con atención?

“¿Impacto de los elementos? ¿turbulencias?” atónita, ante semejante pregunta, se aventuró a responder:

─Bueno…yo veo una tormenta de arena. Lo asocio con el peligro inminente.

─¡Peligro! ¡Eso es! ¡Muy bien dicho! ¿Y este otro? ¿Qué le sugiere? ¡Vamos, diga lo primero que le venga a la mente! ¡No reflexione! ─exclamó con vehemencia, tomándola por el brazo para situarla frente a otra lámina que, aparentemente, no tenía nada que ver con la anterior.

Comenzaba a sentirse intimidada ante el giro de los acontecimientos. Tragó saliva muy despacio, intentando concentrarse en el cuadro a fin de dar con la respuesta correcta. La pintura representaba un ave doméstica, podía ser un loro, quizás una cotorra, de plumaje colorido y…

─¡Vamos, hable! El experimento tiene que hacerse rápido.

“¿El experimento? ¿qué experimento?” Se le ocurrió la idea de que estuvieran filmándola. Levantó la vista inútilmente hacia las cámaras, recordando al punto que siempre estaban encendidas por razones de seguridad.

─¡Qué bobada! ─exclamó, sin darse cuenta.

─¡Eso es! ¡Una bobada! ¡Su capacidad de acierto es asombrosa! ¿Acaso existe criatura más boba que un loro, repitiendo palabras que no comprende solo por la inercia de imitar? Continuemos. Realmente tiene potencial para esto. Una última pintura y terminamos por hoy.

Se dejó llevar hasta el último cuadro. Todo el mundo sabía que la mayoría de estos sires tan encopetados estaban locos, pero solían dejar generosas propinas si se les seguía la corriente. Sabía que una oportunidad como esta no se presentaba todos los días. El hecho mismo de que el Sir recabase su opinión la reafirmaba en su buena estrella.

─Tómese algo más de tiempo con esta lámina ─dijo─ Es la que resume toda la historia. Recuerde: Peligro-bobada y ahora… ¿Qué falta?

La cosa comenzaba a parecerse a uno de esos enrevesados psicotécnicos en el que cada cuadro representaba un tema ¿sería eso? Contempló la pintura encogiéndose de hombros: Lo único que veía era a un cartero entregando una carta a una mujer que parecía expectante, ansiosa, ante su contenido… ¿Qué podía decir?

─¿Sorpresa? ─Probó tímidamente.

─¡¡Sorpresa!! Verdaderamente es usted fabulosa. No tengo palabras: Peligro-bobada-sorpresa. ¡Fantástico resumen! La secuencia es perfecta. Ya tengo toda la escena. No sabe cómo se lo agradezco.

“¿Escena? ¿de qué demonios hablaba ahora?”

─Perdone, pero…¿puede decirme de qué va todo esto? ─preguntó.

─Oh, no se preocupe. Le enviaré el link a su correo. Se trata de una escena para un taller de escritura, puede buscarlo en la red, se llama Literautas.

 

Texto elaborado para la escena 35 del taller Literautas- Móntame una escena con «museo y arena» Palabras clave: Museo, Tormenta de arena,  Loro y  Cartero.

http://www.literautas.com/es/taller/textos-escena-35/5665 (Comentarios del texto)

 

Carta a Julia (por Manoli VF)

Carta a Julia:

Cuando uno lleva cierto tipo de vida nunca se despega del miedo. Quiero que sepas, Julia, que, ahora mismo, mientras te escribo esta carta, no abandono ni por un breve instante el estado de alerta. Cualquier ruido, cualquier cosa fuera de lugar, basta para que se dispare mi instinto. Siempre estoy dispuesto a escapar. Cuando entro en una estancia  memorizo de forma automática las ventanas, las puertas y el techo calibrando su altura y disposición; al igual que archivo todos los muebles y utensilios que están a la vista, en todas sus posibilidades. No puedo evitarlo. Soy un hombre programado para huir.

Nunca me interesé por las vidas que me tocó truncar. ¿Para qué? Atormentarse no aporta nada y entorpece los sentidos. Uno elige antes y cuando elige, sabe que ha de seguir en esa dirección hasta la última consecuencia.

Cumplí órdenes. Durante años acudí al lugar y hora que me indicaron y recogí el sobre. Dentro estaba el nombre del sujeto con los datos que tenía que saber. Cuando caminas sobre la cuerda floja sabes que cualquier error, por pequeño que sea, puede ser fatal. Sabes que te pagan no solo para que hagas bien tu trabajo, sino para que seas el mejor. Porque cuando dejes de serlo… ya estarás muerto.

Siempre fui metódico y precavido. Pero llega un momento en que dejas algo fuera del  tintero. Algo pequeño, que te pasa desapercibido por muy exigente que seas y que, simplemente, alguien más precavido que tú advierte. Y ya estás listo. Pasaporte, tía. No hay más. Aquí no miran los méritos ni la trayectoria. Te jubilan sin honores. Pum. Eso es todo. Carpetazo y a ceder el paso a otro mejor que tú.

¿Qué por qué entré en esto? No tengo una única respuesta, hermana. De hecho, únicamente ahora me lo planteo. Ya ves. Me acuerdo ahora de nuestra infancia y de nuestros padres, ya muertos hace tanto tiempo. Se que mi vida pende de un hilo y, aunque he vivido como he querido, me acuerdo de ti. No se por qué, pero creo que te debo esta despedida.  Es posible que este estado de alerta sobre alerta haya mermado mi capacidad de dominio. Si te digo la verdad,  ya  me da igual lo que pase; digamos que lo he aceptado. Forma parte de mi elección. He tenido acceso a un mundo que, de otra forma, nunca atisbaría. Los mejores hoteles. Los mejores coches. Las mejores tías. Aunque eso nunca me bastase. Creo que es precisamente esta insatisfacción constante la que me trajo aquí. Adrenalina, Julia. Intensidad. ¿Qué es una vida, al fin y al cabo? Todos morimos. La sentencia estaba dictada sobre todos esos sujetos a la vez que, seguramente, está ya dictada sobre mí. Compensación. Ajuste vital. Qué se yo. Dicen que quien a hierro mata a hierro muere. Pues qué más da, total, lo mismo me está matando esta vida de perro que llevo.

¿Qué pasó? Pasó que el pez era muy gordo esta vez. El más gordo de todos. Y, sin embargo, no lo entendí hasta que fueron a por mí. ¡Joder, que me cargué a un jefe! ¡A uno de los putos jefes, Julia! ¡Y yo sin darme cuenta de que era él! Nunca le había visto el rostro al capullo. ¿Por qué mierda iba a saberlo? Pero ellos no dan puntada sin hilo. Cuando quieren deshacerse de uno que lleva demasiados años en la organización y sabe demasiadas cosas le hacen un último encargo. El más gordo, claro. Aprovechan para mandarle hacer lo que más pringa y después…se acabó, baby. Sayonara. Y yo, que me las doy de metódico, hice el gilipollas como el más borrego. Alguna cosa sí que me mosqueó, no te diré que no, pero uno nunca está preparado para el final. El cerebro no lo acepta. Niega lo que no quiere ver como si flotase en una especie de anestesia. Demasiados cabos sueltos: emisario inusual,  información mínima, nombres en clave…Sí, ya sé que ahora parecen muchas cosas, pero entonces no supe establecer las conexiones. Hasta que fue tarde.

Acudí a la hora y al lugar indicado a recoger el sobre y, al abrirlo, todas las piezas encajaron, derrumbándose sobre mí.
El sobre estaba vacío. Completamente vacío. No había ningún nombre. Simplemente, no hacía falta: el siguiente en la lista era yo. Al menos, tuvieron la decencia de avisarme. Al minuto uno ya estaba corriendo.

Correr. Correr. Correr. Correr. Correr. Correr. Correr. Correr.

Hasta que oigas la detonación. Si has encontrado esto es posible que ya haya sonado, hermana, y si no ha sonado, tampoco creas que el resultado cambia. El que tú conociste hace ya tiempo que murió.

Diccionariomanía (por Manoli VF)

No puedo seguir con la traducción. Nunca hubiera pensado que el sueño de ser traductora se me rompería de esta manera. Dios sabe que lo he intentado, pero me es imposible. Apenas cojo un diccionario comienzo a temblar, me sudan las manos y se me nublan los ojos. Podréis pensar que en la era digital esto no representa ningún problema, pero me sucede lo mismo al buscar una palabra en cualquier enlace. De hecho, solo hablar de palabras ya hace que un nudo me atore la garganta. Vuelvo atrás en el tiempo y revivo la misma situación, una y otra vez. Decididamente, renuncio a ser traductora. Prefiero ser cocinera, peluquera o malabarista; me es igual, con tal de no volver oír hablar de diccionarios y, sobre todo, no tener que usarlos.

Luis era mi profesor en el taller de corrección de estilo al que decidí apuntarme el pasado otoño. Era un magnífico profesor, además de un fornido atleta. En realidad tenía un cuerpo que quitaba el hipo, y su voz, cuando te corregía los ejercicios, adquiría una inflexión segura y cálida que te hacía perder la noción del tiempo. Huelga decir que gran parte de la sección femenina del taller le iba detrás de modo que, cuando una tarde, tras una tutoría, me invitó a tomar algo me sentí flotar como en una nube.

Para pasmo de mis amigas iniciamos una relación. Yo sabía que a la que más le molestaba nuestro romance era a Mónica, una de las alumnas más aventajada del curso del taller, además de ser una de las más guapas. Con frecuencia, Luis y yo la incluíamos junto con Paula, otra de mis mejores amigas, en nuestros planes, y muchas veces quedábamos para  tomar unas cañas o salir de fiesta juntos. Mónica y Paula siempre estaban hablando de libros con Luis y con frecuencia se intercambiaban obras de lectura y consulta.

Sí, ya sé que a estas alturas os estaréis preguntando adónde quiero llegar y qué relación guarda todo esto con mi aversión al tema de los diccionarios, pues nada, que ya estoy llegando al quid de la cuestión y enseguida lo comprobaréis; pero antes quisiera pediros que, por favor, no me saquéis el tema en la peluquería en la que probablemente trabajaré si alguna vez acudís a ella solicitando mis servicios, o donde quiera que nos encontremos fuera de este grupo. Lo digo aquí y ahora, para que todos sepáis con qué clase de personas estamos tratando día a día.

Ocurrió en el ascensor, cuando subíamos juntos hasta su piso. Luis llevaba uno de esos super diccionarios que pueden aplastarte los dos pies a la vez si te caen encima. En el tercer piso el ascensor se detuvo y salió una señora que nos acompañaba. Al ponerse de nuevo en marcha la maquinaria, Luis perdió el equilibrio y el diccionario salió volando, sin que nos diese tiempo a nada que no fuese protegernos de su caída. Aunque él fue bastante rápido en agacharse, pude ver con claridad las fotos esparcidas por el suelo que guardaba dentro del tocho: un montón de instantáneas en las que aparecía por separado no solo con Paula y Mónica en actitud inconfundible, sino con unas cuántas alumnas más en la misma situación. Una puede recuperarse de la traición de su pareja en un momento dado, pero de la traición a las letras…

‒Vale. Entiendo que la anatomía femenina es una de tus aficiones ocultas, Luis, pero podías habérmelo dicho ‒zanjé‒ en lugar de ocultarla entre esas páginas.

Y ahora que ya he explicado el origen de mi aversión podéis pensar que estoy loca o no aceptar que haya quedado traumatizada, pero yo os aviso, tened cuidado con los diccionarios

Caso Cerrado- Texto del taller por Manoli VF

El inspector Torres se afloja el cuello de la camisa, sentado en su despacho, a un lunes de finales de enero. Afuera, el viento gélido arrastra los copos de nieve, pero él está sudando copiosamente, pese a no tener conectada la calefacción. Interrumpe la grabación y se frota las sienes en un gesto automático mientras nota su trasero totalmente pegado a la silla. “¡Joder, también ella!” piensa una y otra vez, bloqueado. El ruido de un ómnibus que ve pasar desde la ventana, actúa como un resorte, devolviéndole su capacidad de reacción. De repente se levanta, agarra la grabadora, su abrigo y las llaves del coche.

‒Ramón, voy a salir un momento a hacer unas gestiones. Ocúpate, si surge algo ‒dice a uno de sus ayudantes.
‒Descuide, jefe. ‒responde éste.

En la soledad de su coche, Torres toma un trago de una petaca de whisky y enciende de nuevo la grabadora. Mientras su mirada se pierde en el paisaje que tiene delante, escucha la voz de Sara, la exnovia de Marcos, como quien escucha la sentencia de su propia condena:

“Sé que estás esperando una confesión, Torres, porque aunque no tengas pruebas desconfías de mí y no te atreves a cerrar el caso, esperas que admita mi culpabilidad, pero yo te voy a ofrecer algo mucho mejor: la verdad. La verdad pura y dura, la única que nadie quiere escuchar. Ni siquiera tú.

»Marcos era un maldito cabrón. Con todas las letras. Sí, ya se lo que estás pensando, pero una es de carne. Porque si algo tenía Marcos, además de un cuerpazo, es que lo hacía como nadie y de eso pueden hablar unas cuantas. Con su porte, y esa mirada a lo Humphrey Bogart, te soltaba dos palabras no más y le seguías. Así mismo era. Irresistible. Hacía con todas lo que quería, qué quieres que te diga, lo mismo conmigo que con tu mujer. Sí, no te cagues en todos los santos, porque lo sé. Le vieron salir de tu casa unas cuantas veces, mientras ella le despedía en la puerta con la misma cara de boba que las demás. Me llegaban rumores, claro, pero me hacía la sorda, si alguno sonaba más alto de la cuenta le preguntaba, y él me decía: las señoras se aburren, nena, a veces me llaman para que les monte un número y salga de la tarta, ya sabes, pero ¿A quién le importan esas matronas cuando te tengo a ti? Bien sabes que lo nuestro no lo paga nadie.

»Me decía que por una buena cifra no le importaba alegrarle el día a unas cuantas, o a unos, como al teniente Ramos, sí, ese viejo verde al que le va todo y que andaba siempre tras él. Y lo mismo decía de la maestrita, cuando el Luciano se fue a la sierra a cazar osos o a lo que sea que haga en las expediciones que monta. Y de tu mujer y su grupo de amigas que le invitaban cada dos por tres. Y ya sabía yo que tanta jodienda no podía traernos nada bueno, pero él me decía que no fuese tonta, que estaba ahorrando para nosotros, y yo de boba, hasta que acabé pillándole en plena faena: El James Bond de barrio con la niña buena, ¡la Puri, que todos pensábamos que iba a tomar el hábito!

»Al verlos, se me cayó la venda, qué digo la toalla, de los ojos. Allí estaban, en plena cabaña del bosque a lo Adán y Eva pero en porno, pensando que yo no vendría. Les vi a través del espejo, ni siquiera me hizo falta entrar en la habitación; la puerta estaba entreabierta. ¡Y yo que había ido para llevar champán y velas pensando en citarle en nuestro refugio a la noche!

»Los muy cabrones lo hacían como conejos, bien de verdad, sin toda esa trola del dinero, aún más de verdad que conmigo. El muy cerdo, mentía más que hablaba. No creas que me quedé mucho rato viéndoles a través del espejo. Fui bastante rápida. Tenía un bidón de gasolina en el coche. No titubeé. El muy golfo era un espécimen maligno que estaba desatando una epidemia en la comunidad. Se merecía arder en el infierno para siempre, y ella lo mismo, por pecadora, y allí los mandé, prendidos en la llama de su propio vicio”.

El lápiz mágico- Texto del taller

-¿Y esa chica rubia platino que aparece con vosotros en la foto, quién es?

-Parece muy atractiva…

Preguntaron a coro Sandra y  Mónica, mis compañeras de facultad, ojeando las fotos que había dispuesto por la habitación y que hacían referencia al pasado verano.

-¿Quién, Estela? Es una amiga mía por la que suspira mi hermano, jaja…

-¿Qué dices? Cuenta, cuenta… -Rogaron, expectantes.

Estela le sorbió el seso a Luis desde el primer día. Se notó tanto el shock que tuvo al presentársela que a punto estuve de soltarle un par de manotazos, a ver si se le quitaba la cara de memo que puso.

‒¡Tío, disimula algo, que va pensar que estás mal de la azotea! -Le dije.

Pero nada,  que no podía evitarlo. Cuando aparecía Estela actuaba como si viese a la diosa Afrodita emergiendo de las aguas. Yo creo que se la imaginaba desnuda, como a la Venus, y poco le faltaba para colocar las manos abiertas, a modo de concha y arrojarse a sus pies para sujetarla. Estela se hacía la tonta respecto al efecto que le causaba. Decía que exageraba, que Luis era tímido y no estaba acostumbrado a verla  por casa. Pero a mí no me engañaba. ¡Tímido, Luis! ¡ya te digo!

Lo cierto es que él comenzó a obsesionarse con las cosas de Estela que dejaba  en casa. Como amigas, nos intercambiábamos casi todo. Ella era una auténtica crack en el tema de maquillaje. Abrir su neceser era como abrir el cofre del tesoro. Sus cosméticos eran buenísimos, sobre todo sus pintalabios. A menudo me los dejaba y yo, para burlarme de Luis, se los mostraba.

-Mira, son de Estela! ¡Huelen a ella! ‒Le decía, nada más que para chincharle.

Luis es dos años menor  y, aunque tiene su propia pandilla, muchas veces coincidimos en algunos eventos comunes, como las fiestas de cumpleaños. En  una de estas acordamos jugar al juego de las prendas, ya sabéis el juego ese  en el que se pueden condonar las deudas cambiándolas por ropa o por algo que puedas hacer. El caso fue que a Estela le tocó besar a Luis en un momento del juego. Podéis imaginar la cara de mi hermano. Si antes del beso estaba azorado, después ya ni os cuento. Parecía al borde del colapso.

Cuando llegamos a casa me dijo que aún tenía el sabor del lápiz de labios de Estela en la boca. Que nunca había probado un pintalabios como aquel.

‒¡Tú estás colgado, Luis! ¡Ahora vas a decirme que te gusta su pintalabios!
‒No, claro que no. Pero su pintalabios sabe a ella. Me va a quedar en la memoria este sabor, mitad fresa mitad vainilla, para siempre…

¿Podéis imaginaros la escena? De película de los años cuarenta, vamos.

Pero no se quedó ahí la cosa porque, desde ese día, le pillé un sinfín de veces pintándose los labios con uno igual que Estela me había regalado. Definitivamente: ¡mi hermano se había apuntado al club de los fetichistas de cosméticos! Probé a hacerme la sueca mientras pensaba en hablar con mis padres para que le pidiesen cita con el loquero.

Lo que nunca imaginaría es que, finalmente, el lápiz de labios terminase salvándole la vida a mi hermano. Porque eso fue lo que sucedió. Tal como os lo estoy contando; aunque esta vez con un nuevo beso, como en las películas.

A Luis le gusta patinar. De hecho es uno de los mejores Skater del barrio, y lo que os decía de que a veces coincidíamos con su pandilla, pues resulta que aquel día Estela le estaba mirando y claro, él se lucía más que nunca hasta que se la pegó de cuajo. Perdió el control del monopatín  y cayó de tal forma que perdió el conocimiento. Nos asustamos. Yo me puse a gritar y alguien llamó a los de emergencias pero, mientras llegaban, intentamos hacerle recobrar el conocimiento. Bruno, uno de los mayores del grupo, tenía un curso de primeros auxilios e intentó reanimarle; pero Luis no respondía. Entonces yo, completamente aterrada, miré a Estela gritándole:

‒¡Estela haz algo!
‒¿Y qué puedo hacer yo? ‒gritaba ella.

Entonces tuve una revelación.

-¿Llevas ahí tu lápiz de labios? -pregunté.
‒Sí ¿Por qué?
‒¡Píntate los labios y bésale!

Aunque extrañada, Estela me obedeció. Sacó el lápiz labial y se embadurnó los labios. Después, se inclinó sobre mi hermano, le besó lentamente y… ¡Luis abrió los ojos! ¡El puto lápiz, chicas! ¡El lápiz mágico de Estela había obrado el milagro!