El anciano encontró la llave en el lugar de siempre, debajo de la maceta de siemprevivas que, al contrario que el resto de las plantas, persistían en sobrevivir a pesar de las numerosas cepas y la escasez de tierra. Por un instante, cruzó por su mente una instantánea del pasado en la que aparecían las plantas en todo su esplendor: geranios, claveles y las eternas siemprevivas: Son útiles en las tormentas, Matías, escuchó la voz de su mujer en la cabeza, mantienen alejados los rayos. El último que salía dejaba la llave allí, porque era una llave antigua y las copias no funcionaban bien, debajo de la sexta maceta, comenzando a contar por la izquierda: Manías de viejos, le decían a su hija para justificarse. Manías que él se encargaba de mantener, incluso ahora que vivía solo.
Con paso lento, arrastrando los pies por el enlosado, avanzó por el pasillo sin encender la luz, bastándose con la claridad que se filtraba a través del cristal de la ventana que daba al fondo del pasillo. Su padre siempre dejaba abierta la posibilidad de ampliar la casa, con una ventana ─que bien podría transformarse en puerta─ al final de cualquier estancia. Lo mismo había hecho en el sótano y en el garaje: ventanas y más ventanas. Siempre apuntando a nuevas posibilidades. Recordaba su obsesión por subir las persianas cuando entraba en cualquier habitación, y su locución favorita al respecto: No hay como la luz natural.
Le constaba que hubiese querido llevar este ritual hasta su última morada: una tumba con una ventana, por la que se filtrase la claridad. Se echó a reír ante ese macabro pensamiento: Matías, estás perdiendo el juicio, exclamó en voz alta, posando las bolsas de la compra sobre el mesado de la cocina.
Apenas había comenzado a guardar los comestibles cuando se dio cuenta: ¡había olvidado de nuevo pasar por la farmacia! Llevaba tres días sin tomar las pastillas de la tensión: Te estás descuidando, chaval, afirmó de nuevo en voz alta. Cuando llamase su hija le pediría que se las acercase. Siempre pasaba por casa al término de su jornada laboral, desviándose ligeramente del camino hacia la urbanización en la que residía, con Alfonso y el pequeño Teo, ese pillabán que le ponía la casa patas arriba cada vez que entraba.
Verdaderamente, se le había pasado la mañana en un abrir de ojos: Casi como la vida pensó, echando una ojeada al reloj de pared que marcaba la una del mediodía.
Se puso el delantal para freír el filete que pensaba comer acompañado de una ensalada de verduras de la huerta, de la que continuaba ocupándose con auténtica devoción; al contrario que de las plantas, que tanto habían gustado a su difunta esposa y de las que era incapaz de ocuparse: No valgo para hacer floreros, decía, cada vez que su hija se lo reprochaba. Al principio, Irene se había ocupado de regalarlas, en un intento de mantenerlas igual, como si su presencia mitigase un poco la ausencia de la madre, pero al cabo del tiempo había acabado por abandonar, abrumada por otras cosas que reclamaban su atención con mayor urgencia.
Haciendo balance, pensaba mientras cortaba los tomates, se alegraba de la estabilidad que había logrado su hija. Berta se asombraría si pudiese verla, no quedaba en ella ni resto de aquella rebelde adolescente con la que había tenido que lidiar después de su muerte.
—Puedes estar orgullosa de nuestra Irene, Berta. —exclamó en voz alta, mientras daba cuenta de la comida.
Al terminar, se sentó en la butaca frente al televisor para ver su canal favorito, uno de documentales de viajes.
Siempre habían querido viajar. Planeaban hacerlo juntos al llegar a la jubilación, pero Berta se adelantó y se fue sola en ese viaje sin retorno del que no llegan más postales que las del recuerdo. Él optó entonces por conformarse con viajes imaginarios, en los que ella le acompañaba. Si serás memo, pudiendo viajar tú… le parecía oírla en su cabeza.
Viendo el documental en el que los turistas se confundían con las gentes de alguna extraña ciudad, pensó por primera vez en esa posibilidad: ¿Por qué no? y comenzó a visualizarse subiéndose a un avión, aterrizando en una exótica isla…
Tan ensimismado estaba que tardó en oír el sonido del teléfono. ¡Irene! pensó intentando alargar el brazo derecho para descolgarlo, a la vez que notaba en el izquierdo un súbito dolor que le inmovilizaba.
Por su mente pasó la última secuencia del documental de viajes que acababan de emitir en la tele, a la par que el dolor ascendía hasta la garganta, cortándole la respiración. Decidió concentrarse en Berta, esperándole en el aeropuerto para embarcar juntos, mientras el timbre sonaba cada vez más lejos y le alivió saber que no iba a depender más de las pastillas de la tensión.
Texto elaborado para la escena nº 36: El anciano y la llave,del taller de escritura Móntame una escena de Literautas.com (junio 2016)