Bailando

El día en el que Helen Carter se puso a hacer el número de Rita Hayworth en el tejado para pasmo y deleite de sus vecinos, era un día como cualquier otro. Las obras para la construcción de la central nuclear que arrasarían con su bonita y rústica casa ya eran del todo imparables. La compañía teatral con la que trabajaba antes de la pandemia no le había renovado el contrato, y el piso hipotecado que había heredado de sus padres había sido embargado por el banco al no poder asumir Helen los pagos restantes al carecer de nómina. Por suerte, aún conservaba un nutrido vestuario y, a cada guante que se quitaba, veía crecer el entusiasmo en los ojos y los bolsillos de los lujuriosos hermanos Babeux, que, coreando su actuación, hacían volar los billetes de sus carteras hacia el interior de la ventana abierta de su cuarto. Helen no sabía parar el mundo pero nada ni nadie podía impedirle bailar sobre el tejado.

 

Minificción elaborada para el espacio de los Viernes Creativos de El BIc Naranja

El Bic Naranja

 

Lloviendo barcos

Es necesario salir de la isla para ver la isla que no nos vemos sino salimos de nosotros

José Saramago (La isla desconocida)

Durante cuánto tiempo puede contenerse un océano, se preguntó, y comenzó a llover por los ojos barcos de velas azules, rojas, verdes. Y vió pasar el barco de papel que echara a navegar de niña, una tarde llena de nubes rojas y negras que flotaban entre el arcoiris. Y siguió lloviendo y vio pasar todo tipo de embarcaciones: Canoas llenas de naúfragos con los que había compartido vino horas antes, barcos de pescadores con la cubierta llena de delfines que bailaban al son de una canción de bucaneros, trasatlánticos de lujo que iban hacia adelante y hacia atrás y daban una vuelta en círculo como siguiendo una estela de pasodobles; y, cuando se dio cuenta, se estaba limpiando los ojos con la tela de una de las velas y sacando peces de una gran red para echarlos de nuevo al mar. Y se hizo de noche y siguió las luces de los grandes cruceros para llegar a la isla y olía a fiesta desde la orilla. Y había pan y vino y risas y no llovió más.

MVF ©

El árbol de Inés

Inés había perdido su casa, otra vez, en vísperas de Navidad. Su hijo, Juan, alarmado por la llamada, había acudido con premura a la comisaría, para encontrarse con una Inés llorosa, encogida al lado de la ventana.

«¿Qué pasó, mamá?» le había preguntado, tratando de traer de vuelta su atención. «Que he perdido nuestra casa, hijo. Salí un momento y, al regresar,  vosotros no estabais. ¿Te acuerdas que Javier y tú estabais en el salón  adornando el árbol? Papá leía el periódico junto a la chimenea…»

El hijo de Inés apartó la mirada de su madre para firmar el papel de recogida.

¿Es que la pobre no podía dejar de revivir en su memoria, año tras año,  aquellas Navidades?

Caminó por la acera tomando el brazo de su anciana madre como cuando era niño, decidido esta vez, a cambiar el curso de su recuerdo.

«Vamos a entrar en la tienda de Pepe, mamá, para escoger un árbol» dijo, conduciendo a su progenitora a una tienda de decoración Navideña.

Apenas unos minutos más tarde, Inés salía del local del brazo de su hijo sonriente e ilusionada como una niña:

«¿Crees que a tu hermano y a papá les gustará el árbol?»

Juan levantó la vista hacia el cielo y le pareció ver, por un instante, a través de dos nubes entrelazadas, la silueta de su padre alzando a Javier en brazos para colocar la estrella en lo alto del árbol.

«Estoy segura, mamá, de que cuando lo adornemos quedará perfecto en nuestra casa».

#cuentosdeNavidad
#Zenda

Reseteando la granja

A Roman Petrov le había sido encomendado revisar el software para corregir los fallos que el sistema estaba ocasionando en los extraños mutantes de la granja azul. La primera intervención databa de algo más de dos mil años, cuando Lisus descendió. En Nicea, Konstantin logró unificar el mito e implantar en sus chips la noción principal del cuento que Paulov acabaría de actualizar en Trento. Pero nada de esto había sido suficiente y, aunque su antecesor, Gregory, logró corregir el desfase del calendario litúrgico  ampliando y retocando las tarjetas de memoria, lo cierto es que la bomba de la emergencia climática, accionada antes de tiempo por alguno de los espías interplanetarios, había terminado por desmontar todos los circuitos. A estas alturas de la película, Petrov sabía muy bien que el cuento de la mula cargando a una embarazada para dar a luz en pesebres sin condiciones higiénicas  año tras año ya no cuadraba con los protocolos actuales. Ni era fácil encontrar pastores ni una estrella bastaba para permitir la entrada a unos reyes orientales. La mujer no podía, año tras año, representar elementos que contradecían la ley de protección ambiental, política y territorial. Tampoco Nicolaiv había resuelto la papeleta explotando renos voladores para el reparto de juguetes sin contar con que los pinos, electrónicos desde hacía tiempo, estaban orientados con luz y sonido,  al igual que el resto de valores, a activar  circuitos comerciales. Solo los programadores que habían convivido, aún en su condición neorobótica como la suya propia, con la raza de ensayo rusa, se habían aproximado a comprender las respuestas emocionales  de la raza terráquea, tan temperamental.

No quedaba, pues, más remedio que resetear todo el programa: anular conexiones antiguas, fijar nuevos anclajes e instaurar elementos clave que respondiesen a estimulos de luz y sonido recreando emociones controladas.

Definitivamente, redactaba Roman Petrov en su informe, los programas con expresiones humanoides no eran rentables con esta raza.

La piel atópica

En un mundo atópico, donde el mínimo roce de verdad araña la piel, Piedad se despierta. Hoy, el jefe le ha mandado un extraño trabajo: la comprensión. Para hacerlo bien, viaja a los barrios más pobres y escucha con atención el dolor del ser aislado, ese que no teme a la tristeza sino a las tres amenazas: la enfermedad, la carencia y la soledad impuesta, en un mundo que solo sabe respirar robando el aire del otro.

Minificción «en menos de cien palabras» con las palabras propuestas: Piedad, comprensión, atención, soledad y respirar.

Elaborada para la web solidaria:

Cinco Palabras

 

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Historias de barrio

Marcelo era hombre de pocas palabras, taciturno y con andar cansino por sus muchas dolencias y gastados años, aunque no por eso dejaba pasar ni un día sin cumplir con su cita diaria. Porque si algo no podía negarse de su persona era el ser, por encima de todo, un hombre de ley, de los que ya no quedan, vamos. Puntual y fiel, aunque las rodillas se le arqueasen y tuviese que cambiar de mano el bastón para cargar la compra, Marcelo no le fallaba nunca a Aurora. Amigos desde niños, vecinos, y huérfanos de cariño ambos, ninguno tenía el cuerpo para practicar el amor en los tiempos del cólera, pero sí para ayudarse el uno al otro. En la casa, siempre encendida, color violeta de Aurora, no faltaba a media mañana ni a media tarde el tazón de leche con una nube de café de Marcelo. Comían, sin grandes dispendios, a veces un pollo asado que él compraba en el puesto del barrio, acompañado de unos sabrosos pimientos que cultivaba ella. A fin de mes, arrejuntaban sus pensiones y podían comer con igual disfrute un bocadillo de sobreasada o una tortilla a la francesa hecha con todo el mimo del mundo y, eso sí, con los huevos de las gallinas que campaban felices y libres por el huerto. Comían, sí, y además de comer, hablaban. De los viajes que nunca hicieron, de los libros que habían llegado a la sección de novedades de la bibilioteca, de lo mucho que iba cambiando el barrio con los años. De todo lo que se le venía a las mientes. Después, se despedían hasta la mañana siguiente y, por las noches, se soñaban el uno al otro, en sus respectivas casas y camas, habitando, muy juntos y felices, dentro de la misma historia.

MVF©

 

Minificción elaborada para los Viernes Creativos de El Bic Naranja (WordPress)

Foto por: Elena Mújier Gutiérrez

Cuando lo blanco no es blanco

Allí donde la luz brilla más la sombra es más negra

                       (Goethe)

Decía mamá que la verdad era blanca, pero no siempre, porque en cualquier momento podían venir los señorones a cambiar el color. Los señorones y sus parientes eran los amos de las mentiras y de las verdades en Machala. Su madre lo sabía y, desde muy pronto, la animó a buscar una tierra en la que nadie fuese el amo de sus miserias. Con ese fin había escapado María Fernanda de su país para arribar a España, la tierra de la camisa blanca y de la esperanza. La joven ecuatoriana encontró pronto una nueva vida y trabajo.  En esos primeros y felices años  noventa España lucía bien, con todas sus camisas blancas en las ventanas. Pero las palabras de mamá se cumplían en todas partes. Los señorones, aunque ocultos bajo mil disfraces, estaban siempre al acecho para fundar su imperio sobre el sudor del pobre y convertir en negras todas las verdades.

 

 

Texto elaborado para el espacio ENTC (Esta noche te cuento)

La casa de tía Águeda

De niño, en los días festivos y vacaciones escolares, solía acompañar a mi padre a repartir la prensa por las viviendas del barrio. Ninguna casa exaltaba tanto mi imaginación como la de la señora Águeda. El viejo porche con su cubierta de tejas llenas de musgo, sus sillas carcomidas en las que nadie se sentaba y su suelo de tablas que crujían a cada paso no eran más que el primer indicio de ruina, abandono y misterio que reinaba en aquella morada. Yo aspiraba, siempre que le llevaba el periódico, a meterlo bajo la puerta y salir por piernas pitando sin encontrármela, pero la vieja siempre estaba al acecho para cazar compañía que aliviara su soledad.

Conocedora de mis intenciones, siempre recurría a algún pequeño truco para entretenerme. Que si le alcanzase un bote de la alacena, le comprase grano para las gallinas, o mismo le leyese unas cartas. Yo no podía negarme, pues la anciana me llenaba el bolsillo de monedas y me daba docenas de huevos para la familia mientras me acariciaba la cabeza y me hablaba de Tomasín. Yo le contaba a mi padre todo este acoso, pero él entonces ponía cara de compasión, se refería a la vieja como tía Águeda, y me explicaba la triste historia de Tomasín. Para mí todo aquello no era sino parte del sortilegio en el que quería atraparnos aquella bruja. ¿Quién podía creerse aquella película?

A pesar de mis reticencias y los terrores irracionales que no podía evitar que me asaltaran, un día me aventuré a bajar por la escalera de la cocina de la vieja que bajaba directa al corral. ¡Mira que decir que un niño con síndrome de pájaro anidaba durante años allí! Había que ser muy burro para creerlo, reía mientras descorría el portón de la puerta destartalada con la intención de desmontar el cuento, pero mi risa se cortó en seco al ver la colección de huevos alineados en el ponedero, presididos y vigilados por una especie de niño loro que reinaba entre las gallinas y repetía sin cesar la misma cantinela: «¡No te acerques a Tomasín!»

Historia elaborada para los Viernes Creativos (El Bic Naranja)

Foto: Anne Nobels

Olor a casa

 

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Fuente de la imagen: Pinterest

Después de horas de terapia con los mejores especialistas sin que ninguno de ellos lograse revertir el naufragio de nuestra relación, el último coach de la prestigiosa lista con la que contábamos Guillermo y yo, nos propuso un ejercicio a «todo o nada». Según sus palabras, solo un salto al vacío con los ojos vendados, podría revelarnos si nuestro futuro era estar juntos o, por el contrario, debíamos aceptar la separación y comenzar a pasar página.

A las doce de la noche, según lo convenido, subí al coche con los ojos vendados. Me había vestido con ropa nueva y había comprado un perfume carísimo cuyas notas distaban mucho de la colonia que usaba a diario. Llevaba la cara cubierta de una fina malla de red para evitar ser identificada por el tacto. Nuestro coach nos había expuesto con claridad el escenario al que nos enfrentábamos. Por mi parte, sabía que me esperaban varios hombres en la habitación y que solo uno de ellos era mi compañero de sesiones. También había mujeres. Una fila enfrente de otra. Y nosotros dos, eligiendo.

 

El primer hombre era muy joven. Maldije en silencio al psicoterapeuta, al comprobar el tono de su musculatura. Pobre Guille, menos mal que mi compañero no podía verlo ni palparlo. Lo deseché de inmediato. No quería pasar por una superflua. No era la flacidez de Guillermo lo que nos había llevado al psicoanálisis.

Al segundo le sobraba bastante volumen. Calvo y bajito. Por favor, cuánto estereotipo. ¿Es que este coach solo barajaba los extremos? al lado de este hombre, Guille era Marlon Brando de joven, aún sin la Harley.

El tercer hombre era una incógnita. Ni alto ni bajo. Ni gordo ni flaco. Ni flácido ni musculado. No podía tocar su rostro, protegido con una red frente a posibles eventualidades de roce. Procedí a oler su piel. Sin su voz, solo quedaba el tacto y el olor. Olía tremendamente a tabaco. A Ducados negro, para ser exacto. Hay que ver lo torpe que llegaba a ser este coach eligiendo candidatos.

El cuarto hombre tenía unas proporciones perfectas. ¡Madre mía, qué tacto! Cada centímetro de su piel me parecía deseable. Sin estar musculado, y pese a una incipiente barriguita, este hombre despedía olor a casa. Supe que era Guille antes de que él me eligiese a mí también, aunque ambos fingimos no reconocernos. Desde entonces, él y yo no hemos vuelto a tener ningún problema, salvo que los encuentros han de ser en casa del psicoterapeuta y, eso sí, siempre con los ojos vendados.

 

Manuela Vicente Fdez ©

 

Texto elaborado en el taller/blog grupal Nosotras, que escribimos bajo el tema: Cita a ciegas.

Llamadas a media noche

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Fuente de la imagen: itpmperu-wordpress.com

 

La despierta el sonido del teléfono. Lo busca a tientas en la oscuridad y se oye decir a sí misma con voz adormilada:

―¿Quién llama?

Al otro lado de la línea el silencio. Un denso silencio.

―¿Eres tú, Daniel?

Le responde una voz rota, como un susurro lejano:

―Llamaba para decirte adiós, Sara.

―¿Ya has llegado a París?

―No.

Un sonido agudo como de una sirena de ambulancia atraviesa la noche, arrancándola del sueño y volviéndola de forma brusca a la realidad. Su corazón late desbocado mientras los pulmones se esfuerzan en respirar. No recuerda qué ha soñado pero siente la mano del miedo aferrada a su garganta, y otra vez ese sudor frío que anticipa lo que sucederá. Se levanta, y busca a media luz una pastilla para seguir durmiendo, pero apenas comienza a descender en brazos de Morfeo, la alerta el sonido del teléfono. Lo busca a tientas en la oscuridad y se oye decir a sí misma con voz adormilada:

―¿Quién llama?

 

Manuela Vicente Fernández ©

 

Microrrelato seleccionado por la editorial Ojos Verdes Ediciones para integrar la antología del V Concurso de Microrrelatos de Terror Miedo en tus ojos