
Mis dos abuelos habían sido sacristanes. Los dos quedaron viudos. Solo llegué a conocer a una de mis dos abuelas que perdí a corta edad. Mi abuelo paterno era un hombre casi ciego, operado de cataratas en un tiempo en que esa operación solo era posible realizarla en la capital. Contaba mi tía que, a tal efecto, mucho antes de que yo naciese, había viajado con él desde el pueblo hasta Madrid para que pudiese ser operado. Pero las cataratas volvieron, parcialmente, unos años después y mi abuelo se acostumbró a ver a través de una nebulosa; sobre todo en uno de los ojos, que la cortina de niebla persistió en cubrir. Además de ser medio ciego mi abuelo estaba sordo. Por aquellos tiempos no existían los audífonos o no habían llegado a un pueblo de provincias como era el nuestro.
Mi abuelo vivía, pues, en su propio confinamiento personal. No participaba apenas de las decisiones familiares de sus hijos, entre otras cosas porque de las conversaciones y la confrontación de opiniones no pillaba ni la mitad. Todo lo preguntaba y, como no había quién le hiciese de oyente, habría de conformarse con la resolución adoptada que le transmitían al final. Fue así, delegando funciones, como mi abuelo consiguió acostumbrarse a no preguntar. Se sentaba en su sitio de siempre, frente a la ventana, y, mientras los demás hablaban y hablaban, él contaba los vehículos de colores brillantes que veía pasar. Dos coches rojos, tres amarillos, uno azul. Cuando yo entraba en la casa familiar, donde vivía mi abuelo con mis tíos, lo buscaba en la galería y me sentaba a su lado para conversar.
Algunas veces le hallaba en actitud meditativa. Sombrero en mano, los ojos perdidos en un punto fijo, los labios articulando palabras sin voz. Sabía entonces que estaba rezando y no debía quebrar el silencio. Él hacía una señal al percibirme y yo asistía a ese tiempo de recogimiento sentada a su lado sin decir ni mu. Sabía que no debía hablar hasta que mi abuelo concluyese su ritual poniéndose de nuevo el sombrero. La espiritualidad formaba parte de su vida sin estar reñida con lo cotidiano, porque en él era algo que no necesitaba explicación. Meditar era tan natural como el hecho que sus vecinos acudiesen a él para rogarle que, en sus momentos de recogimiento, se acordase de alguno de sus hijos cuando estos se hallaban en difícil situación. Colocarse el sombrero marcaba el inicio de la charla y el cambio de registro se daba con espontaneidad.
Mi abuelo saludaba a la niña que yo era con multitud de nombres: ¡Hola reiniña! ¿Qué tal Ruliña? ¡Ya pensé que no te acordabas de mí! Siempre mostraba alborozo al verme y alegría ante mi charla infantil. Él era para mí, en aquellos años, el gran escuchador. Ajeno al trajín del resto de habitantes de la casa, era el único que me prestaba toda la atención. No me importaba tener que hablarle tan alto al oído que mis pequeñas manos tuviesen que adoptar la forma de un altavoz. A su lado en el escaño, me alzaba de rodillas hasta llegar a su oreja y, usando mis manos como bocina, le contaba mis aventuras y gran parte de mis miedos. Él me escuchaba sin banalizar nunca mis confidencias y ofreciéndome un consejo al finalizar. Entre los temas tabú que más me gustaba platicar con él estaba el miedo a los muertos, a los fantasmas, a las apariciones, que en el imaginario gallego del que formábamos parte, tanto daban que hablar. Mi abuelo sonreía, benévolo, ante mis angustias y siempre me decía al terminar: No temas nunca a los muertos, ruliña, teme a los vivos, que ningún muerto ha regresado jamás del más allá . En medio del bullicio del mundo y de la casa, mi abuelo, con su presencia, era el baluarte seguro en medio del movimiento: el punto de quietud.
Mi otro abuelo, había sobrevivido, junto a dos hermanos, a la partida de todos los miembros de un numeroso clan familiar. Viudo y con cinco hijos, de los cuales mi madre era la única mujer, los vio partir y abandonar la hacienda, desde el mayor al más joven, buscando un futuro mejor. Uno de ellos a la lejana América, otro al País Vasco donde encontró la muerte, y los otros tres a la Ciudad Condal. En una casa grande construida dos siglos antes y en la que habían vivido varias generaciones, se apañó con sus dos hermanos solteros hasta el regreso de mi madre a tierras gallegas, y se siguió apañando cuando uno de los dos hermanos que le acompañaban también partió. Mi familia era atípica porque contrariaba todos los cánones de la estadística, que atribuía a las mujeres mayor longevidad. Mis dos abuelos eran muy mayores y, cuando se encontraban, ambos se saludaban con extrema educación y cordialidad. Hablaban de sus respectivas esposas, ya fallecidas, denominándolas Ama con sumo respeto, expresándose en un mismo lenguaje arcaico que me sorprendía, pese a que ellos dos no podían ser más diferentes entre sí; ya que frente al recogimiento del primero, mi abuelo materno era el vivo ejemplo de la fiesta y la jovialidad. Pese a los numerosos infortunios que la vida le había deparado, su casa siempre estaba abierta para todo aquel que llamase y quisiese jugar a los naipes, tomarse un vino o compartir un rato y para los jóvenes en particular. La cultura y la hospitalidad se daban cita desde muy antaño entre las paredes de su casa, que había hecho de hogar a los maestros y artesanos que llegaban de todas partes del lugar. Podría decirse que no había persona en toda la comarca que no conociese el nombre de mi abuelo ni supiese el camino para llegar hasta él. Pero, más allá de las diferencias entre ambos, mis dos abuelos concordaban en lo que dije al principio: la espiritualidad. Ambos habían sido sacristanes, ambos habían recitado cánticos en los tiempos en que la misa se decía en latin. Habían aprendido de los silencios. De la similitud en la condición humana que enraíza detrás de cualquier lengua e identidad. Porque habían aprendido a exorcizar sus miedos, a contener sus angustias, y en ellos la religión había surgido como un elemento más de la naturaleza sin guardar semejanza alguna con la beatitud. Porque ellos creían en el devenir del tiempo. En los ciclos y en las cosechas. En el trabajo personal y en la superación.
De mi abuelo materno aprendió la valentía mi madre, a levantarse cada día de sus muchas caídas por muchos cuerpos vencidos o doloridos que viese a su alrededor. Y de mi madre aprendí a levantarme, aunque fuese a la pata coja, yo también. De mi abuelo paterno aprendió mi padre a temer a los vivos, a superar el ambiente opresivo de la pobreza y construir, con la sola fuerza de sus manos y su férrea voluntad, un hogar. De mi padre aprendí a contener mi propia angustia vital en tiempos de caos; a mirar hacia uno y otro lado buscando mi punto de quietud.
Quiero creer que de mis padres, ahora ancianos y abuelos, aprenden mis hijos a hacerse mayores sin perder ni un ápice de su lucha, de su dignidad y de su tesón. Quiero creer que a sus futuros hijos les hablarán de nosotros. De lo que aprendimos de ellos y de lo que hemos logrado transmitirles a nuestra vez. Porque si algo habremos aprendido todos juntos es la lección de que los mayores lo dan todo en la rueda de la vida, hasta su propio aliento, para que los que les siguen lo hagan un poco mejor.
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