No vuelve atrás el tiempo aunque la voz en off permanezca guardada. Lazos en el cajón y fotos amarillas. Fechas, como sudokus arrojados al suelo, se desordenan mientras el dado gira. Saltas a la rayuela, tu voz se enciende brevemente en la llama del tiempo. Nidos de golondrinas que no te conocieron. La matriz del silencio guarda, inmisericorde, el código de tu existencia y lo ignora lo entierra lo transforma en cenizas. Y la caja con los lazos las fotos las fechas la voz –tu voz en off– se cierra.
En el regazo de la tarde, secas, caen las cáscaras del tiempo. Otra vez es otoño, lava la lluvia los ayeres y se lleva los sueños que no fueron: crisantemos azules que no existen y nadie compra el día de los muertos. Kalanchoes apenas florecientes guardan la entrada de tu fosa. Tu cuerpo de hojarasca, seco, hueco, no contiene tu risa: libre ahora.
La lluvia. Como una metáfora de las nubes de los ojos. Yo escribo en la sala de espera, mientras oigo llover. Mis ojos llueven. Bailan las letras sobre mis dedos. El musgo que cubre la piedra es el mismo que la protege, Recientes estudios demuestran que el verdín depositado en los monumentos ejerce una extraña función protectora del daño de la luz. Así es mi herida. Sobre tu nombre escrito en piedra yo acaricio el verdín y no lo quito porque su grosor me recuerda el tiempo sin ti desde esta lluvia externa, protectora, que renueva la tierra.
En cierta ocasión me mudé a una casa que tenía un serio trastorno de personalidad. Por aquel entonces yo no sabía que las viviendas podían tener tales afecciones, que consideraba propias del género humano.
Retomando el hilo del asunto de la casa, contaré que ya la primera noche que pasé en ella tuve la extraña sensación de que giraba sobre sus cimientos. Sé que se hace extraño de entender esto que cuento, pero no sabría explicarlo de otra manera. Ocurrió que, hacia la mitad de la noche, me desperté algo mareado y me levanté a la cocina en busca de una infusión para serenar el estómago. Fue entonces cuando escuché claramente la voz de la casa, pidiéndome disculpas por el cambio de eje. Para mi asombro, me contó que la habían trasladado de lugar de residencia y ahora formaba parte de un grupo de casetas de obreros a pie de carretera.
Intenté aventurarme en decirle que las casas no mudan de terreno, que, en todo caso, son los inquilinos quienes se trasladan, pero la casa no quiso escucharme y, como fuese que todavía me hallaba yo medio adormilado, opté por volver a la cama y olvidar la extraña conversación, no fuese que todavía estuviese soñando.
Mi sorpresa fue mayúscula a la mañana siguiente, cuando advertí, sobresaltado, al asomarme a la ventana de mi habitación, que la casa se retorcía entre una especie de cuerdas con las que intentaba amarrarse.
―Soy una carpa de circo ―me dijo―, espero que te gusten las atracciones.
En ese instante tuve claro que debía ponerme en contacto con la inmobiliaria Averno para llegar a un acuerdo sobre lo que pasaba.
―No nos hacemos cargo de lo que suceda durante su estancia ―me dijo el representante―: lo pone bien claro en las cláusulas de su contrato. Es responsabilidad suya lidiar con cualquier tipo de condena que esté pagando.
En las semanas siguientes, creí perder la poca cordura que me quedaba. Me despertaba cada día en un lugar diferente, según fuese la creencia dominante de la casa, que lo mismo creía ser un iglú en el Polo Norte que un chiringuito en Copacabana.
Harto me sería contar las peripecias que sufrí durante el tiempo que me hospedé en ella. Muchas noches pensé en aferrar la almohada y trasladarme a dormir a lo alto de un árbol. Lo hubiese hecho de no ser por mi temor a perder la propiedad, pues era de noche cuando la casa viajaba, y, si la perdía, no podría afrontar los gastos derivados de mi negligencia ante la inmobiliaria.
Preso en esta insólita situación, ya no sabía si buscar a un exorcista, a un domesticador o a un loquero de casas, porque lo cierto es que no sabía dónde hallar a alguien con experiencia en estos trastornos.
Ya desistía de mi búsqueda, resignado a mi desventura, cuando ideé una solución. Decidí aprovechar los dones de la vivienda y convertirla en una atracción turística como casa encantada, pensando que, si bien no me procuraría paz, al menos si podría darme algunos créditos con los que descontar penas de alquiler.
Mi proyecto resultó ser tan exitoso que, de no ser porque la agencia me desalojó por explotación indebida, me hubiese quedado vagando eternamente en esa morada.
Me persiguen los medios. Me buscan en las coordenadas de los mapas. Los controladores aéreos y los marítimos. Nadie lo entiende. En las noticias no se habla de otra cosa. Algunos geólogos mencionan desplazamientos terrestres. Todos defienden sus improvisadas teorías. No es fácil escapar de los barcos, de los trenes, de los aviones, de las malditas carreteras. Soy una ciudad en fuga. Mis habitantes están desesperados. Llaman continuamente a sus familias. Estamos bien, les dicen. Sus localizadores están colapsados, mientras yo no ceso de escapar. No quiero ser Nueva York ni Nueva Jersey ni ninguna otra urbe. Sé que los ciudadanos pudientes buscarán la forma de escapar, sea en yates o en avionetas privadas. Por mi parte, no veo el momento de desparasitarme de ellos.
En cuestión de días solo me poblarán las gentes más humildes. Los que no tienen adónde ir ni nadie que los reclame. Creo que podré tolerarlos. Poco a poco se olvidarán de mí y mi recuerdo pasará a la historia como una leyenda. Solo entonces conseguiré mi objetivo: Ser una ciudad fantasma.
Romper una piedra amansarla con años de ternura y abrir su corazón en la noche. Romper muros de incertidumbre con los puños. No ver más allá de la dureza fría del mineral. Repetirse como un mantra el objetivo de disparar con las manos, con los ojos, con la boca, con el cuerpo y dejar al corazón fuera. Pero no. No funciona. Nunca. Al final la sangre cuajada imita a un bloque pero no se convierte en piedra.
Pídeme que escriba no me pidas manteles llenos de platos plantas que morirán de hastío fiestas llenas de gente solitaria acomodos de nidos. Pídeme que destape mi frasco de las letras y las deje caer entre mis dedos en busca de un destino que pronto olvidaré. Pídeme que escriba. Y yo escribiré sobre los árboles, los postes, las murallas, sacaré del armario mi ruidosa letricia, inventaré vocablos desterraré gerundios, participios, sembraré por el mundo adverbios, conjunciones vestiré de diario los pretéritos regalaré sin miedo infinitivos. Pídeme que escriba. Y busca mis palabras por la casa en servilletas, en papel de horno en la contraportada de los libros, sobre el aparador, sobre las sábanas, en constante derroche y desatino, guarda las que tú quieras para ti y déjame escribir libre y fecunda.
La arquitectura de mi cuerpo intenta resetear sus ruinas colorea las grietas cual si fuesen alegres serpentinas de una absurda celebración de la herida. Gime en sus bisagras oxidadas imitando un canto tan antiguo que resulta casi inteligible. Si yo fuese un animal de presa rastrearía esta herrumbre de sangre este óxido vital que confunde al hocico más diestro. Pero soy apenas un cuerpo formado de otros cuerpos, una cadena de articulaciones que perforan la carne en el intento de sujetar los huesos a su sitio. Y basta. Mi arquitectura nació vieja remodelar este habitáculo es como la metáfora que intenta drenar el lodo de la ciénaga. Si yo fuese un insecto este pantano me sabría a un oasis aún siendo el vertedero de mi lengua. Reivindicad las ruinas, dice alguien, empoderad el miedo y el destierro pero no, que aunque la belleza del destrozo sea perfecta y el corte inigualable falta el núcleo que le de nombre a esto.