“He experimentado en mi mismo cuerpo, en mi misma alma, que necesitaba el pecado, la voluptuosidad, el afán de propiedad…para instruirme a amar el mundo, para no compararlo con algún mundo deseado o imaginado, regido por una perfección inventada por mí, sino dejarlo tal cómo es y amarlo y vivirlo a gusto.”
( Hermman Hesse en “Sidharta”)
Alguna vez pensé en ti. Perseguí tus invisibles huellas, a través de ignotos caminos. Por entonces aún creía que tenías oídos, barba blanca y brazos tan anchos que acogían el mundo. Pronto comprendí que así no te hubiese querido. Porque me hubiese sido díficil comprenderte e imposible insultarte con propiedad, con reconocimiento. Pronto entendí que sería absurdo encontrarte vestido de un color político, sentando a tu derecha a los ilustres ricos, repartiendo migajas a los tristes esclavos, abriendo tus palacios tan sólo los domingos. ¿De qué color tendrías tu venerable piel? ¿En qué idioma hablarías? ¿Y por qué, en los tiempos que corren, no habrías de ser mujer? Supe que era imposible que te identificases con hábitos ni escuelas que flagelan la sangre. Supe que no habitabas en cuadros ni estandartes, ni tu morada era un hotel reservable. Te comprendí mirando unos ojos desiertos, perdidos en un mundo de soledad y de hambre. Te advertí tras los sueños congelándose a trozos en puertas de hospitales. Te adiviné en las manos curtidas de una madre, en el pecho cruzado con la cruz del desplante. Pude insultarte entonces mirándome al espejo, viéndote en cada imagen. Comprendí que la vida enseña en carne propia, escribiendo con sangre. Supe entonces que ya no podía inventarte, amarte en esa imagen deseada o soñada, en un mundo ideal tejido a mi capricho, dónde nunca faltase mi zona de confort en la que proyectarte, dando la espalda a un mundo que arañase esa débil burbuja que me aislase. Te insulté y me rendí, viendo que el mundo sigue, pese a todo, adelante.
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